Jun 24 2015

La ONU no es un palacio encantado

El libro No Enchanted Palace, (Princeton University Press, 2009) del historiador norteamericano Mark Mazower, resulta de oportuna lectura ante el 70º aniversario de la fundación de las Naciones Unidas (26 de junio de 1945). Toma su título de un pasaje del discurso de Lord Halifax, representante británico en la Conferencia de San Francisco de 1945, y pretende salir al paso de una extendida creencia: la de que la organización mundial surgió como un ente novedoso de las cenizas de la II Guerra Mundial y con el objetivo de salvaguardar la paz por medio de la creación de un nuevo orden global superador de los estrechos intereses de los Estados.

Según Halifax, la nueva organización no era ningún “palacio encantado”, capaz de traer al mundo la paz por arte de magia. Era un instrumento que demostraría su utilidad si los hombres se tomaban en serio el objetivo de la paz y estaban dispuestos a hacer sacrificios por ella.

Mazower no menciona en ningún otro momento de su obra a Halifax, pero sabemos por la historia que este ex ministro británico de Asuntos Exteriores no era precisamente un defensor de cosmopolitismos o internacionalismos. Antes bien, representó en su momento a los partidarios de la política de apaciguamiento frente a Hitler, en contraste con Churchill, otro político conservador que defendía lo contrario. Halifax era el típico representante del viejo Imperio británico, que se resistía a desaparecer a mediados del siglo XX, y esos eran los intereses que representaba en la Conferencia que daría origen a la ONU.

Con la cita de uno de los discursos de este político, Mazower pretendería decirnos que las Naciones Unidas no nacieron como un foro mundial por encima del tradicional marco de las soberanías estatales. Las grandes potencias, primero, y la multitud de nuevos países independientes, después, coincidirían en la defensa a ultranza de sus intereses como Estados soberanos. Pero el historiador va más allá: la ONU no surgió como un instrumento para la descolonización sino que en sus orígenes ideológicos, algunos de sus impulsores pretendían preservar los imperios coloniales.

Mazower asume una tesis original, aunque coincidente con las evidencias: la ONU guardaba una estrecha relación con la Sociedad de Naciones. Era su continuadora plena, aunque desde el principio se pretendiera negarlo, dado el desprestigio acumulado por aquella organización que tuvo su sede en Ginebra. Algunos de sus impulsores, que defendían la continuidad de los imperios coloniales, habían sabido combinar hábilmente la retórica universalista de la paz y los derechos humanos con la consolidación de un directorio de grandes potencias.

El primero de los capítulos de No Enchanted Palace se centra en el ex primer ministro sudafricano Jan Smuts, veterano de la guerra de los boers contra los británicos y que tras la derrota, fue un fervoroso converso del imperialismo. Pero también fue uno de los creadores de la Sociedad de Naciones y un defensor, dados sus orígenes políticos, de la supremacía racial blanca, pues consideraba la segregación racial como el instrumento más adecuado de civilización. Aseguraba que la civilización europea debía extenderse al continente africano. Paso obligado para ello sería que un Estado federal como Sudáfrica extendiera su soberanía a otros territorios africanos del Imperio británico. Las futuras Naciones Unidas, en cuyos preliminares participó Smuts durante la II Guerra Mundial, acogerían en su seno la nueva estructura federal.

Sin embargo, el político sudafricano, que ya había cumplido 75 años en aquella época, no supo percibir el creciente rechazo de la opinión pública internacional hacia el racismo y el colonialismo, sobre todo en Gran Bretaña y EE.UU. Tampoco fue consciente de que grupos de oposición en su país, como el Consejo Nacional Africano, representante del nacionalismo de la mayoría negra, habían tomado buena nota de la Carta del Atlántico, documento precursor de la ONU suscrito por Roosevelt y Churchill en 1941, y exigían el cumplimiento de las promesas de libertad y justicia que en ella se contenían. No se conformarían con referencias a supuestas federaciones civilizadoras.

Sin embargo, Smuts se aferraba a los cambios de terminología contenidos en la Carta de la ONU: los mandatos pasaban a ser fideicomisos, y las colonias, territorios dependientes. Desde esta perspectiva, Sudáfrica pretendió anexionarse África del Sudoeste, actual Namibia, pero se encontró con la radical oposición de la mayoría de los Estados de la ONU.

Smuts seguía moviéndose en un difuso mundo de ideas puestas al servicio de los intereses nacionales. Una visión hegeliana de la Historia, el panteísmo de los poemas de Walt Whitman y un biologismo de raíces decimonónicas eran su bagaje ideológico. Resultaba inadecuado para hacer frente a esa gran apoteosis de los nacionalismos que fueron los procesos de descolonización.

Si Smuts es casi una curiosidad del pasado, las ideas de Alfred Zimmern, uno de los pioneros del estudio de las relaciones internacionales, no han perdido del todo actualidad por su defensa del “imperialismo de la libertad”. Veía en la antigua Grecia, y en particular en la democracia ateniense, el antecedente de la Commonwealth británica. Zimmern militó en el partido laborista británico y era un hombre de Oxford, universidad conocida por su culto al mundo grecorromano, del que saldrán embebidos numerosos políticos y diplomáticos de principios del siglo XX. Si a esto añadimos el influjo kantiano, en el que se combinan razón, virtud y libertad, tendremos los rasgos más sobresalientes de sus ideas.

Zimmern aseguraba que la Atenas clásica debía servir de modelo a cualquier organización universal que pretendiera fomentar la paz y la seguridad. Si no existía el “helenismo” en las relaciones internacionales, el mundo conocería el retorno a edades oscuras. No le bastaba el mero estudio del Derecho Internacional, reducido en el fondo a labores de codificación, pues la vida internacional debía estar impregnada de un sentido ético.

Esto explica que su visión de la Sociedad de Naciones fuera la de una liga de las democracias, idea que hizo extensiva a la naciente ONU. Sin embargo, ambas organizaciones universales nunca fueron un concierto de las democracias. Es significativo que en la Carta de la ONU la expresión “democracia” brille por su ausencia, aunque abunde la palabra “paz”. De ahí se deduce que no sería un requisito imprescindible el tener un régimen democrático para formar parte de dichas organizaciones. La “igualdad soberana de los Estados” sería un principio prevaleciente sobre otros muchos.

El rechazo de Zimmern al relativismo moral le llevó a considerar que EEUU era el país defensor de los valores que no habían llegado a cristalizar en la Commonwealth británica, que él había propugnado años antes. Así lo recoge en Atenas y América (1946), de título significativo, donde se alaba a la nueva Atenas que lucha por la libertad contra el despotismo de la URSS, encarnación moderna de la antigua Persia. No obstante, en esos años de posguerra, Zimmern seguía creyendo en las Naciones Unidas, y estaba convencido de que la educación y la cultura podían transformar el mundo para la democracia. Luego se desengañaría al creer que la ONU no representaba los valores liberales y contemplaría en EE.UU. la “nación indispensable”, el Imperio de la libertad, una potencia que trabaja para el bien, muy diferente a los viejos imperios europeos.

No lo subraya el libro de Mazower, pero Zimmern influirá en el conservadurismo americano. Recordemos la lucha de la Administración Reagan contra el “nuevo orden mundial de la información” de la UNESCO, y sobre todo la actuación de la primera Administración de George W.Bush, donde se desarrolló la teoría del “eje del mal”, por no olvidar la propuesta del senador John McCain para la formación de una liga de las democracias. En todos estos casos, hay un cierto rechazo de la trayectoria de las Naciones Unidas, que habrían dejado de ser un encarnación de la libertad para convertirse en un foro en el que abundan los regímenes autoritarios.

El tercer capítulo de la obra de Mazower se centra en el tema de las minorías nacionales y el derecho de autodeterminación, que fue asumido desde el primer momento por la Sociedad de Naciones. No obstante, la autodeterminación estaba pensada, sobre todo, para Europa Central y Oriental, no para los pueblos colonizados. Por lo menos, la Sociedad se preocupó del problema, pero no así las Naciones Unidas, que durante décadas rehusó abordarlo.

Tampoco se mencionan los derechos de las minorías en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Habría que esperar a 1992, terminada la guerra fría, para que la Asamblea General adoptara una resolución sobre las minorías nacionales. Como bien dice Mazower, las Naciones Unidas representan el triunfo de los nacionalismos, lo que ha llevado irremediablemente a la autodeterminación, sin condicionamientos kantianos de por medio, y esto dio al traste con el esquema confederal que, en un principio, franceses y británicos concibieron para sus colonias. Fueron más fuertes los nacionalismos y las ideologías sustentadas en ellos como el panarabismo y el panafricanismo.

El capítulo final de No Enchanted Palace se refiere a cómo las Naciones Unidas se transformaron en una organización global. Si los impulsores europeos de la ONU habían creído que los imperios coloniales podían prevalecer, se equivocaban. Los nuevos países independientes afroasiáticos ponían de manifiesto que el papel de Europa quedaba en un segundo plano. El número de miembros de la organización no dejaba de crecer. De los 51 originarios en 1945, se pasó a 107 en 1965, y a 193 en la actualidad.

Mazower se centra en un acontecimiento que ilustró el ascenso de los países emergentes. La India, liderada por Nehru, denunció en la ONU, en 1946, la política de segregación de las minorías indias en Sudáfrica. El primer ministro indio acudió a la Asamblea General, con la convicción de que la Commonwealth, que supuestamente encarnaba valores de libertad y autogobierno, no iba a reaccionar de modo contundente ante la actitud de uno de sus miembros. Consiguió de la Asamblea una resolución condenatoria con 32 votos a favor de un total de 52.

En cualquier caso, y pese a la existencia de un foro universal como la ONU, el mundo no deja de ser un planeta de Estados soberanos que interactúan entre sí. La aparición de potencias emergentes como los BRICS ha marcado una tendencia para el siglo XXI. La noción de comunidad de valores, defendida por Alfred Zimmern, parece quedar bastante lejos, pese a la sensibilidad universal por los derechos humanos y las libertades fundamentales.

 


May 29 2015

¿Enemigo suní o enemigo chií?

Hay situaciones que no se resuelven de inmediato, ni siquiera por la formación de una gran coalición internacional como la establecida contra el Estado Islámico (EI) en septiembre de 2014, en la que participan EEUU, los principales países europeos y algunos árabes y musulmanes. Se dijo entonces que era bueno que hubiera gobiernos islámicos en la coalición, formada por 40 integrantes, y que no era conveniente una coalición exclusivamente occidental, dado el precedente de la invasión de Irak. Pero más allá de bombardeos aéreos, suministros de armas y entrenamiento militar a los adversarios del EI en Siria e Irak, pocos avances se han dado sobre el terreno más allá de la recuperación de Tikrit. El presidente Obama resume la actitud de EEUU en el conflicto, tachada de pasiva, con estas palabras en referencia al gobierno iraquí: “Si no están dispuestos a luchar por la seguridad de su país, nosotros no podemos hacerlo por ellos”. Suena a veredicto casi definitivo, por mucho que Washington siga enviando las ayudas prometidas. Hay incluso ecos históricos de Vietnam, que nos recuerdan la impotencia de los consejeros militares americanos ante la corrupción y la falta de determinación del gobierno sudvietnamita. Puede que la Administración Obama se sienta satisfecha tras divulgar la muerte de algún líder del EI en una operación de fuerzas especiales o la destrucción de asentamientos e infraestructuras, aunque esto no resuelva la raíz del problema.

El fracaso principal de la estrategia en la guerra contra el EI es no haber podido articular una contundente respuesta de unidad de los iraquíes, más allá de su adscripción a los credos suní o chií. La fuerza del EI radica precisamente en eso: presentarse como el gran defensor de la mayoritaria fe suní en Oriente Próximo, que estaría amenazada por Irán y sus aliados chiíes de Siria, Irak y Líbano, además de por los kurdos. La lucha política y la adscripción a una nación han sido sustituidas por un conflicto de carácter sectario, y cabe atribuir una buena parte de su responsabilidad al gobierno de Bagdad dominado por los chiíes tras la caída de Sadam Hussein. Los chiíes han querido vengar agravios de décadas, pero con eso solo han conseguido ponerse en contra a la minoría suní, lo que ha alimentado la emergencia del EI. Sin embargo, los países musulmanes de credo suní en la región tienen también su parte de responsabilidad, por mucho que apoyen a la coalición internacional. Arabia Saudí y las otras monarquías petroleras del Golfo, sin olvidar a Turquía, ven al EI como un enemigo, si bien consideran  a Irán un adversario mucho más peligroso. Tienen que elegir entre un enemigo suní y un enemigo chií. Y su elección ya la hicieron en Yemen con una coalición contra los hutíes, un grupo chií apoyado por Irán. La contundencia empleada contra ellos, en lo militar y en lo político, contrasta con la respuesta más atenuada frente a los enemigos del EI.

Arabia Saudí no representa para el EI las esencias del verdadero Islam. Su califa, Al Bagdadi,  considera además a los dirigentes saudíes como usurpadores, pues expulsaron de Hiyaz a los hachemíes, descendientes del Profeta, en 1925 y se apoderaron de gran parte de la península arábiga para constituir un nuevo reino. Al Bagdadi también es hachemí, aunque evidentemente no tiene ninguna simpatía por otros hachemíes como la dinastía reinante en Jordania. Pero su principal activo no es solo su autoproclamación como califa, una institución que no existe desde la abolición del califato turco en 1924, sino su voluntad de constituir un Estado con los requisitos imprescindibles de población y territorio sobre los que ejercer su autoridad. En nuestro mundo de Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales esto podría parecer algo obsoleto, pero no lo es. Nuestro mundo es también desde hace algún tiempo un escenario de Estados fallidos en los que los gobiernos no tienen el control de todo su territorio, aunque las fronteras no varíen sobre el mapa. De ese vacío en Irak y Siria se ha aprovechado el EI al borrar en la práctica el acuerdo franco-británico de 1916 que configuró las nuevas fronteras tras la caída del Imperio otomano. Desalojarle de allí solo sería posible con una guerra sobre el terreno con todas sus consecuencias, pero no hay voluntad política de los Estados suníes de Oriente Próximo que solo parecen practicar una política de contención de los avances del EI. Odian tanto al enemigo chií, representado por el sirio Asad o los dirigentes iraníes, que no quieren darle ninguna oportunidad para que gane más influencia en la región, y menos ahora en que está próximo un acuerdo sobre el programa nuclear de Irán. Paradójicamente el EI se convierte en un factor de equilibrio al viejo estilo del juego de las potencias. Solo quedaría la esperanza de que las poblaciones sometidas a la autoridad del EI se sublevaran contra su rigorismo, pero el miedo, el factor religioso suní  y los estímulos económicos por parte de quien controla yacimientos petrolíferos en Siria e Irak, reducen en gran medida esta posibilidad.

La preferencia por el enemigo chií, y no por el suní, convierten en papel mojado la coalición internacional contra el EI.


May 22 2015

Pequeña Gran Bretaña

Los gobiernos de la UE felicitaron a David Cameron por su victoria en las urnas el pasado 7 de mayo, pero la gran mayoría de ellos, con independencia de su color político, hubieran preferido que el vencedor fuera el laborista Ed Miliband. No podía serlo porque este líder político desarrolló una campaña demasiado “izquierdista” al tratar de denunciar el “conservadurismo compasivo” de Cameron y quizás imaginó que el electorado le pasaría factura al primer ministro por los recortes del inicio de su mandato, aunque la situación económica haya mejorado. Mas llegó la mayoría absoluta conservadora y con ella la obligación de cumplir la promesa de un referéndum sobre la permanencia de Gran Bretaña en la UE antes de 2017.

Bruselas no es muy amiga de los estatus especiales para los países miembros, aunque la historia de la integración europea está llena de tratados y protocolos que consagran situaciones especiales para algunos socios del club. Cameron espera apuntarse alguna ventaja al respecto con negociaciones previas que permitan vender a los electores que la soberanía de Gran Bretaña no solo no va a menos sino que incluso puede recuperar el terreno perdido en muchos ámbitos. Salvo algunas personalidades minoritarias, la gran mayoría de los políticos británicos ven a la UE exclusivamente como una gran área de libre comercio. No creen en la integración europea, ni en la moneda única ni en  todas las teorías de Jean Monnet sobre el funcionalismo. Tony Blair, el más europeísta de todos los gobernantes británicos, solía hablar de la Unión como un pool de soberanías compartidas. Hoy en día esta expresión levantaría indignación entre la mayoría de los ciudadanos, más dispuestos hoy, que en 1988, a suscribir la cruzada de Margaret Thatcher contra los burócratas de Bruselas en su antológico discurso en Brujas. Este tipo de discursos gustan al electorado, crean o no en las habituales teorías conspirativas de un poder sin rostro que gobierna Europa, y es algo que Cameron habrá de tener en cuenta en su búsqueda de un acuerdo que le permita ir de europeísta en Bruselas y de nacionalista en Londres.

En un reciente libro, Who governs Britain?, Anthony King, un veterano profesor de la universidad de Essex, denuncia que la clase política británica no es consciente, o no quiere serlo, de que el mundo ha cambiado y de que los gobiernos están condicionados por las fuerzas globales del mercado, las organizaciones internacionales y las supranacionales, sin olvidar las preocupaciones puntuales de los votantes. Se quiera o no, la soberanía en las democracias liberales está experimentado limitaciones a estas alturas del siglo XXI y la tendencia irá en auge. Gran Bretaña quiere seguir siendo grande, pero la pérdida de soberanía la hace más pequeña, y a esto se unen los efectos de la reforma de Blair con la descentralización de las entidades territoriales. Hasta no hace mucho tiempo solía identificarse a Gran Bretaña con Inglaterra, una identificación similar a la de la URSS con Rusia. El problema es que los ingleses, al ver las competencias asumidas por escoceses, galeses y norirlandeses, pueden empezar a querer también su parte de la tarta. No es extraño que los argumentos contra esa división percibida en el Reino Unido, al menos en las mentes de la población, no sean tanto los de la exaltación de una historia común sino los del pragmatismo de seguir juntos por intereses compartidos.

Ed Miliband dijo en la campaña electoral que Gran Bretaña había ido perdiendo peso en el mundo con el gobierno de Cameron. En caso de ser elegido, prometía dar la vuelta a esta tendencia. Pero es dudoso que pudiera modificar la situación. No es es algo exclusivo de Gran Bretaña sino las consecuencias de una diplomacia pospolítica o posmoderna. La política exterior de nuestros días en Europa no apela a los grandes sentimientos nacionales ni a las hazañas del pasado. Antes bien, se centra casi exclusivamente en tres aspectos: el soft power, el comercio exterior y la ayuda al desarrollo. Se entiende así que la política europea de seguridad y defensa esté en sus horas más bajas. Por lo demás, la participación en los conflictos de Afganistán e Irak, con toda su carga de frustración y que podría hacerse extensiva a la intervención en Libia, ha sembrado el escepticismo y la desconfianza en la opinión pública. Los parlamentarios británicos, que no son diferentes de  los de otras democracias occidentales, no autorizaron una operación militar en Siria en septiembre de 2013 porque saben muy bien el lado del que sopla el viento.

A Gran Bretaña le está pasando lo mismo que a otros países de su entorno geográfico europeo y de la propia angloesfera. Su distinción entre la política exterior y las relaciones económicas exteriores es cada vez más difusa. Es, sin duda, uno de las consecuencias de la globalización. Queda atrás el tiempo en que Blair denunciaba la mentalidad de querer hacer del Reino Unido una especie de Hong Kong europeo. Antes bien, apostaba por una mayor participación de Londres en la UE. Todo esto queda muy atrás en un momento en que crece el euroescepticismo en todas las formaciones políticas de las Islas y parece debilitarse la relación especial con EEUU, aunque sería injusto achacar toda la responsabilidad de esto último a los británicos. Gran Bretaña alcanza a ponerse de puntillas con sus profesiones de fe soberanistas, aunque no le servirán para reivindicar un estatus de potencia global.


Abr 6 2015

De la Liga Árabe a Metternich

El 70º aniversario de la fundación de la Liga Árabe habría pasado casi desapercibido de no ser por el anuncio del establecimiento de una fuerza militar árabe conjunta. Algunos informadores presentaron el hecho como una gran noticia: algo así como el surgimiento de una OTAN árabe. Otros la vieron como una alternativa al progresivo vacío que estaría dejando Washington en Oriente Medio, tras las retiradas de Irak y Afganistán o en las complejas circunstancias del actual estancamiento de negociaciones entre israelíes y palestinos o del alargamiento de las no menos complejas negociaciones de las potencias occidentales con Irán. En cualquier caso, no son pocos los que interpretan la noticia, sobre todo en EEUU, como otro ejemplo del “liderazgo desde atrás” ejercido en la región por el presidente Obama. Para unos, son buenas noticias y para otros, no tan  buenas.

Pero en realidad la formación de una fuerza militar árabe tiene mucho de “diplomacia clásica” al estilo del siglo XIX. No encaja tanto en el concepto de ayuda mutua en caso de un ataque armado, como dice el art. 5 del tratado fundacional de la OTAN, entre otras cosas porque un conflicto interestatal es en nuestros días una posibilidad remota. Son historia lejana los conflictos entre Marruecos y Argelia (1963), entre Libia y Egipto (1977), e incluso la invasión de Kuwait por el Irak de Sadam Hussein en 1990. Los temores de los dirigentes árabes, reunidos en El Cairo, tienen ver más con amenazas internas que externas, y en el fondo representan una reacción a un Irán que ha extendido su influencia desde el Golfo Pérsico al Mediterráneo, en Irak, Siria y Líbano. Si además resulta que Teherán apoya la rebelión de los hutíes en Yemen, que comparten su mismo credo chií, un país como Arabia Saudí, que ha estrenado nuevo rey en la persona de Salmán, no dejará de sentirse rodeado geopolíticamente por los iraníes. Y los temores crecen cuando EEUU, el tradicional aliado de los saudíes desde hace 70 años, busca también algún tipo de acuerdo con Irán respecto a su programa nuclear. La amenaza del Estado Islámico (EI) pesa en los cálculos de Washington tanto como su desconfianza hacia algunos líderes suníes que ven en el EI, aunque sea su enemigo declarado, una especie de contrapeso a la influencia de Irán en la región. Los mutuos recelos contribuyen al mismo tiempo a debilitar la coalición internacional contra el EI, lo que explicaría los pocos avances decisivos sobre el terreno en estos últimos meses. No es extraño porque para algunos derrotar al EI es favorecer a Irán. No están dispuestos a consentirlo, y de este modo la geopolítica de Oriente Medio se torna más en una lucha sectaria entre suníes y chiíes que en una rivalidad hegemónica entre naciones.

La propuesta de la fuerza árabe conjunta es de Arabia Saudí, lo que no deja de ser sorprendente para quien conozca la historia de la Liga Árabe. Esta surgió en 1945 como consecuencia del nacionalismo árabe y de sus tesis panarabistas, de carácter laico y no islamista con indudables influencias de los nacionalismos europeos. Durante décadas, la Liga tenía en Israel el enemigo a abatir, y los regímenes “progresistas” de Argelia, Libia, Egipto, Siria e Irak se enfrentaban en el seno de la organización a las monarquías conservadoras, como la saudí, que eran aliadas de EEUU. Hoy el panorama político ha cambiado, y los saudíes adoptan una posición similar a la de Metternich y la Santa Alianza. En el Congreso de Viena (1815) se aprobó el principio de intervención para combatir a los movimientos nacionalistas y liberales. Esto suponía no respetar el principio de soberanía estatal, consagrado en la paz de Westfalia, en nombre de una supuesta solidaridad ideológica. Había que defender el sistema del Antiguo Régimen hasta sus últimas consecuencias, incluso con una intervención armada, tal y como se hizo en los reinos de Nápoles y de España. Pero esto también tenía sus límites, pues no todas las potencias de la época quisieron comprometerse en aventuras exteriores, especialmente Gran Bretaña. Del mismo modo, países árabes como Irak o Líbano, con importantes sectores de población chií, han expresado sus reticencias ante la formación de la fuerza militar de la Liga Árabe.

La iniciativa de la Liga difícilmente se traducirá en un mecanismo colectivo de seguridad permanente, similar al de otras organizaciones internacionales. Su propósito parece ser, por el contrario, la defensa de los regímenes árabes amenazados por el EI, o recelosos de los iraníes. Es el proyecto de un Metternich árabe, aunque con una visión de menor alcance.


Mar 8 2015

La incómoda tumba de Suleimán

La política de “problemas cero” con los vecinos,  fomentada por el gobierno del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan y su ministro de asuntos exteriores, Ahmet Davutoglu, empezó a resquebrajarse con el estancamiento de la guerra civil siria, y también por la frustración de las esperanzas de la Primavera Árabe de una supuesta democratización de Oriente Medio. El control de extensas zonas de Siria e Irak por el Estado Islámico (EI) ha añadido más incertidumbres a los cálculos geopolíticos de Ankara e incluso ha contribuido a que las decisiones de política exterior puedan tomarse en función de la situación política interna turca.

De este modo hemos asistido en las pasadas semanas a una operación militar de corto alcance estratégico y de un mucho mayor interés político, por no decir electoral. Las imágenes del piloto jordano, prisionero del EI y quemado vivo en una jaula, han debido de pesar también en el ánimo del ahora primer ministro Davutoglu para desarrollar una incursión militar en territorio sirio. El objetivo era cambiar la ubicación de la tumba del shah Suleimán, nieto del fundador del Imperio Otomano, y que data del siglo XIII, para protegerla de una posible destrucción por el EI. El estatus de la sepultura de Suleimán se contempla en el art. 9 del tratado de Ankara, suscrito entre Francia y un agonizante Imperio Otomano el 20 de octubre de 1921. Los franceses se habían hecho dueños de Siria al término de la I Guerra Mundial, aunque tuvieron la sensibilidad de respetar la propiedad turca de la tumba y del complejo arquitectónico que la albergaba. En ese espacio Turquía podría mantener guardias armados y ondear su bandera. En el tratado se hablaba de propiedad, aunque no de soberanía, por lo que ese enclave en Siria no quedaría bajo dominio turco. Desde entonces la presencia de la tumba en territorio sirio es una cuestión controvertida, si bien Damasco permitió desplazarla en 1973 cuando el emplazamiento original iba a ser inundado por la construcción de una presa en el Éufrates.

La tumba era custodiada por 38 soldados turcos, que se sintieron amenazados por los avances militares del EI en el verano de 2014. Los combatientes islamistas llegaron muy cerca de la tumba, pero no la atacaron, aunque, según algunas fuentes, profirieron amenazas a los soldados y les invitaron a arriar la bandera turca y sustituirla por la del EI. La situación cambió radicalmente en septiembre con el inicio de los bombardeos de la coalición internacional sobre objetivos del EI. Turquía aparecía a los ojos de los yihadistas como cómplice por permitir utilizar su territorio. La tumba adquiría además un nuevo valor para el EI, que podría tener la oportunidad de utilizar sus alrededores como parapeto de sus combatientes contra posibles bombardeos. Además la situación militar iba empeorando en la zona tras los intensos combates entre los kurdos sirios y los yihadistas por el control de la ciudad de Kobani. El hecho ponía además en una situación comprometida a Turquía. ¿Debía ayudar a sus tradicionales enemigos, los kurdos, a controlar Kobani o era mejor inhibirse ante los ataques del EI, con el riesgo de ser esto último interpretado como una pasividad cómplice del gobierno islamista de Ankara?

Tampoco hay que olvidar un inquietante precedente. EI había tomado como rehenes en junio de 2014 a funcionarios del consulado turco en Mosul y el gobierno de Davutoglu había conseguido su liberación meses después, sin que trascendieran detalles y por medio de un intercambio de presos yihadistas, lo que arrojaba una vez más la sospecha de algún tipo de entendimiento con el EI. Nuevos rehenes turcos en manos del EI no solo darían una imagen de debilidad de Ankara en el ámbito internacional sino que además podrían influir negativamente en las elecciones parlamentarias del próximo 7 de junio. Unas elecciones decisivas para la configuración de una amplia mayoría que haga posible la nueva Constitución presidencialista ansiada por Erdogan. Un arriesgado rescate de militares turcos tomados como rehenes o una ejecución masiva aireada por los yihadistas eran posibilidades que el gobierno de Davutoglu no podía admitir. La solución: la evacuación inmediata de la tumba y la destrucción del complejo para que el EI no pudiera apuntarse una victoria.

¿Victoria? ¿Retirada “estratégica”? El nuevo emplazamiento de la sepultura queda ahora a escasos metros de la frontera turca, y se está construyendo otro complejo funerario. Pero sigue estando en territorio sirio, pues Ankara no quiere renunciar a la concesión que le hizo Francia en el tratado de paz. También es otra forma de recordar ese pasado otomano que el gobierno de Davutoglu siempre ha querido fomentar. En cualquier caso, la tumba de Suleimán ha entrado en campaña electoral, aunque ésta oficialmente no haya comenzado.