Feb 26 2014

Ucrania, ¿revolución o revuelta?

 

 

La caída del presidente Yanukovich ha sorprendido por haberse producido a las pocas horas de haberse firmado un acuerdo político en Ucrania que trataba de sosegar los ánimos tras los sangrientos sucesos de días anteriores. Pese a las apariencias, no estamos ante una segunda edición de la “revolución naranja” de 2004. Más bien se trata de una revuelta, y no de una revolución, como acostumbraba a decir Octavio Paz cuyo centenario celebramos en este año.

Hay quien dice que la partida geopolítica la ha ganado Occidente y la ha perdido Rusia. En 2004 no fue así y tampoco lo es ahora, diez años después. Ciertos medios de comunicación, analistas y políticos occidentales caen a veces en la tentación de comparar a las multitudes de Kiev con las que hace un cuarto de siglo llenaban las calles de la Europa del Este tras la caída del comunismo. Pero en Ucrania no hay Havels ni Walesas sino políticos nacionalistas, pro-rusos y anti-rusos, y  partidarios de un capitalismo burocrático que no sabe distinguir el interés privado del interés público. Como en otros sistemas políticos similares y de la misma área geográfica, los ex comunistas se han reconvertido en los nuevos nacionalistas. Muchos han recorrido el camino de Damasco de la distancia que separa a Lenin de Adam Smith, al menos en el plano teórico. De ahí que el desenlace de los acontecimientos no conduzca a un cambio revolucionario en el que Ucrania encuentre su camino hacia Europa, como lo hicieron en su día Polonia, Hungría o la República Checa. Estamos ante una revuelta que desea ajustar cuentas con el pasado reciente y que hace despliegue de símbolos e imágenes, en la  que no faltan los de tipo religioso, ortodoxos o grecocatólicos, aunque también se exhibe al líder carismático. Este carisma lo aporta Yulia Timoshenko, víctima de la persecución política de Yanukovich, y que se mantiene en un plano discreto sobre sus ambiciones presidenciales, frustradas en 2010 por el hasta ahora presidente ucraniano. Un analista político francés señalaba con agudeza que Timoshenko ha funcionado mejor hasta ahora como icono que como gobernante, pero en esta hora de tácticas, más que de estrategias, cuenta más la princesa rubia que se dirige a la multitud en Kiev y sabe galvanizar las emociones colectivas. ¿Quién recuerda que la ex primera ministra era morena cuando se dedicaba a los negocios del gas antes de entrar en el parlamento en 1996?

Conforme pasen los días veremos que Ucrania se caracteriza por una frágil estabilidad y que sus problemas no se resuelven con una mera elección presidencial. El motivo principal la división del país entre una Ucrania occidental, que formó parte del imperio austrohúngaro y de la primera república de Polonia, y una Ucrania oriental, con mayoría ruso parlante y vinculada a la siderurgia y la minería, actividades priorizadas por Stalin. Pero un problema mayor es el de la península de Crimea, que perteneció siempre a Rusia, hasta que el secretario general del PCUS, el ucraniano Nikita Jruschov, favoreció su inserción en Ucrania en 1954. No es casual que ese mismo año se cumplieran tres siglos de la anexión de Ucrania por el imperio zarista. ¿Quería dar Jruschov algún tipo de compasión a un nacionalismo ucraniano que no se había extinguido del todo, pese a lo proclamado por la doctrina oficial soviética? Crimea, y en concreto el puerto de Sebastopol, es vital para la flota rusa en el mar Negro, pero sus habitantes son mayoritariamente rusos. Esos habitantes conocen el apoyo que Moscú ha dado a las poblaciones rusas en el Transdniester (Moldavia), y sobre todo a las repúblicas de Abjasia y Osetia del sur, separadas de Georgia tras un breve conflicto con Rusia en 2008. ¿Se iniciará en Crimea una secesión que pedirá ayuda a los rusos? Un escenario peligroso que aconseja la prudencia tanto en Moscú como en Kiev.

El presidente ucraniano que salga de las urnas debería mantener el equilibrio entre Rusia y Europa que se han visto obligados a mantener anteriores mandatarios como el propio Yanukovich. El ex presidente incomodó a los rusos por anunciar que firmaría un acuerdo de libre comercio con la UE, aunque al querer volverse atrás y echarse en brazos de Moscú, firmó su sentencia de muerte política. En este sentido, Yulia Timonshenko, al ser originaria de Dnipropetrovsk, al este del país, debería tener la prudencia de no apostar únicamente a la carta occidental y satisfacer de alguna manera ciertos intereses rusos.  Cuando era primera ministra, su relación con Putin fue mucho más cordial que la de Yanukovich. Sin embargo, no estamos de acuerdo con Zbigniew Brzezinski, el ex consejero de seguridad de Jimmy Carter, al preconizar que Finlandia debería ser un modelo para Ucrania, pues es miembro de la UE y tiene buena relación con Rusia desde la época soviética. Es un loable propósito, aunque el inconveniente es que Finlandia tiene una cohesión nacional que no posee Ucrania.


Feb 18 2014

El mariscal Al Sisi, entre Nasser y Putin

La visita del mariscal Abdel Fatah Al Sisi a Moscú ha sido calificada de inesperada, aunque tampoco es una sorpresa. Más temprano que tarde tenía que producirse, sobre todo tras la visita a Egipto de los ministros rusos de asuntos exteriores y defensa en el pasado noviembre. Este viaje de Al Sisi se centró en la compra de armamento ruso cifrada en 2000 millones de dólares , gracias a un generoso crédito de los países del Golfo, pero al mismo tiempo puede interpretarse como una presentación en el extranjero de la candidatura presidencial de Al Sisi. El que Putin la haya apoyado explícitamente es una muestra de la voluntad de Rusia de mejorar sus relaciones con el país más poblado del mundo árabe, en unos momentos de estancamiento de los vínculos entre Washington y El Cairo. Todo un contraste con la Administración Obama, no muy satisfecha con la candidatura de Al Sisi, según los rumores que han circulado sobre presiones americanas sobre la cúpula militar egipcia.

La presencia de Al Sisi obedece a la vez al propósito de tener unas relaciones exteriores más diversificadas para salir del casi aislamiento que caracterizó a los regímenes de Sadat y Mubarak, hipotecados por su relación estratégica con EEUU y el tratado de paz con Israel. En este sentido hay una cierta continuidad con la política exterior del gobierno de Morsi, interesado en tener una mayor presencia en el mundo árabe y musulmán y acercarse a Rusia y China. Sin embargo, Morsi tampoco deseaba distanciarse demasiado de EEUU, pues la Administración Obama pretendía creer que era un islamista moderado legitimado por las urnas. Respecto a Israel, el ex presidente egipcio se comportó como un maestro de la discreción, sin gestos amistosos pero tampoco abiertamente hostiles. Al Sisi seguirá un camino similar al de su predecesor, pero también aspirará a mejorar su imagen exterior, y para esto necesita la legitimación de las urnas. Todo indica que lo hará en una elección en la que parece anunciada su victoria aplastante.

Al Sisi juega la carta del nacionalismo, que Morsi no supo aprovechar por su ideología islamista, y sus mejores aliados en la promoción del nacionalismo han sido EEUU, Europa y la Unión Africana. Le han negado legitimidad por derrocar a Morsi, pese a que los militares egipcios se han presentado en todo momento como el instrumento de una gran revolución popular contra los Hermanos Musulmanes. Gracias a las críticas y a las amenazas de sanciones, Al Sisi ha adquirido para la mayoría de su pueblo los rasgos de un nuevo Nasser, enfrentado también a Washington como aquel fundador de la república egipcia.

En realidad, el presidente Al Sisi tendrá más rasgos de Putin que de Nasser. No tiene un proyecto panarabista como Nasser, pues la escena internacional ha cambiado mucho en medio siglo, pero sí es un nacionalista egipcio, mucho más convincente que Sadat y Mubarak. Esto no es incompatible con ser un piadoso musulmán, pero sus prioridades son Egipto, y no el Islam.  Por lo demás, Al Sisi carece del apasionamiento de Nasser y no romperá sus relaciones con norteamericanos y europeos, pese a todas las críticas sobre su legitimidad. Seguramente se limitará a recordarles, más con hechos que con palabras, que otros actores internacionales son capaces de llenar el hueco en Egipto que ellos dejen. En cualquier caso, la política exterior de Obama en el país norteafricano ha estado marcada por una sucesión de dudas e indefiniciones. Cinco años después del histórico discurso del presidente americano en El Cairo, la posición de Washington en Egipto se ha debilitado. Sin duda, no sería ese su propósito, pero la imagen pública de la Administración Obama aparece ligada ahora a la de una valedora de los Hermanos Musulmanes, asimilada  por los militares egipcios a una organización terrorista.

Si Washington quiere mejorar sus relaciones con Egipto, no tendrá más remedio que aceptar a Al Sisi como el político que puede garantizar la estabilidad en el país del Nilo, aunque también debe ser consciente, si no lo es ya, que su capacidad de influencia es cada vez más limitada, tal y como se ha demostrado en los últimos tres años. Los aliados tradicionales de EEUU, Israel y Arabia Saudí, se sienten más cómodos con Al Sisi en el poder, pero esto no convencerá por sí solo a la diplomacia de Obama.

Al Sisi presenta mayores semejanzas con Putin, aunque sin necesidad de hablar a sus interlocutores de forma tan directa  como el presidente ruso. Transmite la imagen del líder que pondrá orden en casa y hará de Egipto un país que no se doblega ante las presiones extranjeras. El presidente Al Sisi hablará en sus discursos de democracia, pero el significado que dará a este término, será el que empleó en un análisis escrito en 2006 durante su estancia en el US Army War College. Según  el militar egipcio, es difícil en Oriente Medio construir la democracia, y ésta debe adaptarse al Islam y a las realidades culturales locales.


Feb 9 2014

La incomprendida política exterior de Rusia

Las relaciones entre Rusia y Occidente en la era Putin están marcadas por el desencuentro y la falta de entendimiento, pese al acercamiento puntual de Washington a Moscú en el conflicto sirio o en las negociaciones sobre el programa nuclear iraní. Estas relaciones de “cooperación fría”, en expresión del secretario general de la OTAN, deben mucho a la percepción de los políticos occidentales sobre Rusia.

Tras el fin de la guerra fría,  la tendencia de EEUU y Europa ha sido considerar a Rusia un país venido a menos, una sombra de lo que fue en la época soviética. Consideraron a Yeltsin como débil e inoperante, pero tampoco vieron con mejores ojos a Vladimir Putin, contemplado un mediocre ex miembro del KGB con grandes apetencias de poder. Rusia es el paradigma de un país en el que ha triunfado el capitalismo de Estado, lo que le restaría el necesario dinamismo económico en un mundo globalizado, y tiene además todas las características de un Estado dual, formalmente democrático y a la vez burocratizado y clientelar. Algunos analistas y políticos occidentales consideran que se ha perdido la oportunidad de transformar a Rusia en algo parecido a la Alemania posterior a la II Guerra Mundial. La República Federal Alemana supo dejar atrás un pasado autoritario para integrarse en las estructuras políticas, económicas y militares de Occidente. ¿Por qué Rusia no hizo lo mismo?

Este planteamiento no deja de ser simplista porque no tiene en cuenta la metahistoria rusa, su trayectoria secular y su geopolítica. De hecho, la popularidad de Putin radica en haber sabido transmitir a sus compatriotas que Rusia está de vuelta en la historia. El historicismo del presidente evoca el legado de Pedro el Grande, cuando modernización no equivalía a occidentalización, y es capaz de revestirse de un presidencialismo al estilo de De Gaulle con consignas de nacionalismo y democracia, con el matiz de que la democracia rusa es “soberana” antes que liberal. Si por democracia hay que entender el gobierno de la mayoría, Putin está convencido de que la mayoría de los ciudadanos quieren el retorno de Rusia como gran potencia.

El concepto de gran potencia asume inevitablemente las glorias del pasado, con independencia de los regímenes políticos. De ahí que en una Rusia nacionalista no quepa plantearse el derribo de las estatuas de Stalin. Sobre este particular, Putin recordaba hace algún tiempo que los ingleses tampoco derribarían las estatuas de Cromwell. Pero los críticos occidentales poco entienden de nacionalismos. Si así fuera no deberían de sorprenderse si algunos opositores destacados como Aleksei Navalny hacen también profesión de fe nacionalista, lo que no es incompatible con discrepar con el gobierno de Putin.

Con todo, suele afirmarse que Putin ha tratado de mejorar su imagen, en vísperas de la celebración de los juegos de Sochi, con medidas de gracia como la liberación del oligarca, Mijail Jodorkovsky, o de dos de las componentes del grupo punk Pussy Riot. Esas decisiones del presidente no permiten, sin embargo, atisbar ningún cambio de actitud en la naturaleza del régimen nacionalista ruso. Pese a los llamamientos previos de los gobiernos occidentales para la puesta en libertad de estos y otros detenidos, no es a la insistencia de los mandatarios extranjeros a la que deberían su liberación.  Quizás no sea casual que estas medidas lleguen tras tres grandes éxitos en política exterior de Putin: el asilo concedido a Edward Snowden, el acuerdo con EEUU sobre Siria para el control de las armas químicas de Asad y el rechazo del gobierno ucraniano a la firma de un acuerdo de asociación con la UE.

El Putin que ha sabido aprovechar las debilidades de sus adversarios americanos y europeos, pudo mostrar su lado magnánimo, algo más parecido al perdón de un zar que al reconocimiento de una arbitrariedad cometida. En cualquier caso, los éxitos de su diplomacia han pretendido demostrar, sobre todo a la opinión pública internacional, que Rusia es mucho más que una gran potencia económica, cimentada sobre el petróleo y el gas. La política exterior rusa está muy marcada por el peso de la tradición histórica. Su núcleo gira en torno a una autoridad suprema que se considera como la más capacitada para tomar decisiones. Sin embargo, un destacado analista político ruso, Fyodor Lukyanov, editor de Russia in Global Affairs, ha subrayado que esto no es suficiente para que un país adquiera el rango de superpotencia. En un mundo globalizado la política exterior está llamada a tener en cuenta los intereses de los diversos sectores de la sociedad. A este respecto, Lukyanov no tiene reparos en preguntarse si los pensionistas presentes y futuros estarán de acuerdo en las sumas dispensadas para salvar al presidente ucraniano Viktor Yanukovich y a otros aliados del Kremlin,  si los musulmanes suníes, mayoritarios en Rusia, entenderán el apoyo prestado al alauí Bachar al Asad, o si los habitantes de las grandes ciudades del país estarán conformes con la afluencia de inmigrantes centroasiáticos que puede conllevar el proyecto de Unión Euroasiática.  Estos y otros factores domésticos no influyen demasiado en la política exterior actual, pero acabarán teniendo su peso en el futuro.