¿Enemigo suní o enemigo chií?

Hay situaciones que no se resuelven de inmediato, ni siquiera por la formación de una gran coalición internacional como la establecida contra el Estado Islámico (EI) en septiembre de 2014, en la que participan EEUU, los principales países europeos y algunos árabes y musulmanes. Se dijo entonces que era bueno que hubiera gobiernos islámicos en la coalición, formada por 40 integrantes, y que no era conveniente una coalición exclusivamente occidental, dado el precedente de la invasión de Irak. Pero más allá de bombardeos aéreos, suministros de armas y entrenamiento militar a los adversarios del EI en Siria e Irak, pocos avances se han dado sobre el terreno más allá de la recuperación de Tikrit. El presidente Obama resume la actitud de EEUU en el conflicto, tachada de pasiva, con estas palabras en referencia al gobierno iraquí: “Si no están dispuestos a luchar por la seguridad de su país, nosotros no podemos hacerlo por ellos”. Suena a veredicto casi definitivo, por mucho que Washington siga enviando las ayudas prometidas. Hay incluso ecos históricos de Vietnam, que nos recuerdan la impotencia de los consejeros militares americanos ante la corrupción y la falta de determinación del gobierno sudvietnamita. Puede que la Administración Obama se sienta satisfecha tras divulgar la muerte de algún líder del EI en una operación de fuerzas especiales o la destrucción de asentamientos e infraestructuras, aunque esto no resuelva la raíz del problema.

El fracaso principal de la estrategia en la guerra contra el EI es no haber podido articular una contundente respuesta de unidad de los iraquíes, más allá de su adscripción a los credos suní o chií. La fuerza del EI radica precisamente en eso: presentarse como el gran defensor de la mayoritaria fe suní en Oriente Próximo, que estaría amenazada por Irán y sus aliados chiíes de Siria, Irak y Líbano, además de por los kurdos. La lucha política y la adscripción a una nación han sido sustituidas por un conflicto de carácter sectario, y cabe atribuir una buena parte de su responsabilidad al gobierno de Bagdad dominado por los chiíes tras la caída de Sadam Hussein. Los chiíes han querido vengar agravios de décadas, pero con eso solo han conseguido ponerse en contra a la minoría suní, lo que ha alimentado la emergencia del EI. Sin embargo, los países musulmanes de credo suní en la región tienen también su parte de responsabilidad, por mucho que apoyen a la coalición internacional. Arabia Saudí y las otras monarquías petroleras del Golfo, sin olvidar a Turquía, ven al EI como un enemigo, si bien consideran  a Irán un adversario mucho más peligroso. Tienen que elegir entre un enemigo suní y un enemigo chií. Y su elección ya la hicieron en Yemen con una coalición contra los hutíes, un grupo chií apoyado por Irán. La contundencia empleada contra ellos, en lo militar y en lo político, contrasta con la respuesta más atenuada frente a los enemigos del EI.

Arabia Saudí no representa para el EI las esencias del verdadero Islam. Su califa, Al Bagdadi,  considera además a los dirigentes saudíes como usurpadores, pues expulsaron de Hiyaz a los hachemíes, descendientes del Profeta, en 1925 y se apoderaron de gran parte de la península arábiga para constituir un nuevo reino. Al Bagdadi también es hachemí, aunque evidentemente no tiene ninguna simpatía por otros hachemíes como la dinastía reinante en Jordania. Pero su principal activo no es solo su autoproclamación como califa, una institución que no existe desde la abolición del califato turco en 1924, sino su voluntad de constituir un Estado con los requisitos imprescindibles de población y territorio sobre los que ejercer su autoridad. En nuestro mundo de Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales esto podría parecer algo obsoleto, pero no lo es. Nuestro mundo es también desde hace algún tiempo un escenario de Estados fallidos en los que los gobiernos no tienen el control de todo su territorio, aunque las fronteras no varíen sobre el mapa. De ese vacío en Irak y Siria se ha aprovechado el EI al borrar en la práctica el acuerdo franco-británico de 1916 que configuró las nuevas fronteras tras la caída del Imperio otomano. Desalojarle de allí solo sería posible con una guerra sobre el terreno con todas sus consecuencias, pero no hay voluntad política de los Estados suníes de Oriente Próximo que solo parecen practicar una política de contención de los avances del EI. Odian tanto al enemigo chií, representado por el sirio Asad o los dirigentes iraníes, que no quieren darle ninguna oportunidad para que gane más influencia en la región, y menos ahora en que está próximo un acuerdo sobre el programa nuclear de Irán. Paradójicamente el EI se convierte en un factor de equilibrio al viejo estilo del juego de las potencias. Solo quedaría la esperanza de que las poblaciones sometidas a la autoridad del EI se sublevaran contra su rigorismo, pero el miedo, el factor religioso suní  y los estímulos económicos por parte de quien controla yacimientos petrolíferos en Siria e Irak, reducen en gran medida esta posibilidad.

La preferencia por el enemigo chií, y no por el suní, convierten en papel mojado la coalición internacional contra el EI.


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