Nov 29 2013

Acuerdo nuclear con Irán: entre la euforia y la desconfianza

“Confía, pero verifica”. La conocida frase atribuida a Reagan, tras el inicio de las negociaciones de reducción de armas nucleares con Gorbachov, es también aplicable al acuerdo alcanzado en Ginebra entre Irán y el grupo 5+1 (EEUU, Rusia, China, Francia, Reino Unido y Alemania). El acuerdo despertó cierta euforia en algunas cancillerías y en un gran número de medios de comunicación, que vieron alejarse el fantasma de una supuesta guerra. En realidad, no era tanto una cuestión bélica, por muchos rumores que corrieran sobre un ataque conjunto de norteamericanos e israelíes, sino un juego diplomático capaz de alterar el tablero geopolítico de Oriente Medio. Es cierto que el tema nuclear, con límites para el programa iraní a cambio del levantamiento de sanciones, es el núcleo central de esta historia. Con todo, puede haber otras consecuencias que influyan en futuros acontecimientos.

En primer lugar, están los aspectos técnicos del “Plan de Acción Conjunta”. Teherán reduce el alcance de su programa nuclear y renuncia a enriquecer uranio al veinte por ciento, quedando el porcentaje al cinco por ciento. De hecho, los iraníes lo consideran una victoria, pues en el texto del acuerdo no hay ninguna prohibición expresa del enriquecimiento de uranio. Antes bien, se señala en el preámbulo que el objetivo a alcanzar es “un programa mutuamente definido de enriquecimiento con límites prácticos  y medidas de transparencia para asegurar la naturaleza pacífica del programa”.  El Plan de Acción se caracteriza por su flexibilidad, pues se basa en un principio, que además cita, y que es practicado habitualmente por los negociadores internacionales: “Nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Por tanto, muchas cosas pueden cambiar sobre la marcha porque nada está cerrado definitivamente. En cualquier caso, el fin de las sanciones es inminente. Así lo confirmaba poco después, Laurent Fabius, ministro francés de Asuntos Exteriores, el político más reticente al acuerdo, que está convencido, o quiere convencerse, de que el acuerdo supone que Teherán renuncia a la energía nuclear de carácter militar y la sustituye por la civil. A este respecto, se lee en el preámbulo: “Irán reafirma que bajo ninguna circunstancia buscará o desarrollará armas nucleares”.

Los iraníes siguen insistiendo en que nunca han tenido el propósito de dotarse del arma nuclear. Sin embargo,  si los occidentales no hubieran tenido la sospecha de que esto no era cierto, no habrían puesto en marcha las sanciones que, pese a todo, y tras las reticencias rusas y chinas en el Consejo de Seguridad, han demostrado su utilidad. En efecto, han sido una de las causas por las que Teherán ha aceptado una supervisión internacional de su programa nuclear. El historiador francés Pierre Razoux ha comprobado que Irán solo es capaz de aceptar un compromiso si se dan tres premisas: si obedece a sus intereses, si las arcas del Estado están vacías, y si existe una amenaza seria de intervención militar extranjera. El régimen iraní se ha dado cuenta de que su supervivencia -y su consolidación-, dependerá de una cierta distensión en sus relaciones internacionales. El discurso incendiario del anterior presidente, Mahmud Ahmadineyad, no es de utilidad. Hay otras formas de defender el nacionalismo y la fe chií, bien amalgamadas en el régimen de Irán, y la nueva forma la encarna el nuevo presidente, Hassan Rouhani. Se ha convertido en la cara amable del régimen, sin dejar de reiterar que tiene la plena confianza del ayatolá Jamenei, líder supremo de la Revolución. Por cierto, este dirigente religioso habló en un discurso, el pasado mes de septiembre, de “flexibilización heroica”. Fue pocos días antes del discurso de Rouhani en la Asamblea General de la ONU y de su posterior conversación telefónica con Obama.

Rouhani asume el protagonismo con su nuevo papel conciliador, pese a ser el mismo hombre que, hace una década, lanzaba abiertas críticas contra americanos e israelíes. Hace invisible a Jamenei, sin dejar de contar con su beneplácito. Con este planteamiento, no es extraño que algunos medios occidentales resalten como muy significativo en su biografía que el presidente obtuvo un doctorado en Derecho Constitucional por la universidad de Glasgow en 1999. Sin embargo, este dato nada nos aporta sobre su ideología o sus intenciones. Tiene tan poca entidad como aquel rumor que afirmaba que Andropov, ex jefe del KGB y sucesor de Breznev en el PCUS, era un apasionado del jazz, de las novelas policíacas americanas y del whisky.¿Le convertía esto en alguien destinado a establecer un clima de distensión con Washington?

En cualquier caso, Rouhani no es el Gorbachov iraní. No se propone, ni podría, reformar el sistema. ¿Qué papel tienen actualmente en la política los presidentes que fueron sus antecesores? De él, cabe esperar grandes dosis de pragmatismo, necesarias para el levantamiento de las sanciones y de la prosecución del programa nuclear iraní. Es lo que busca además la Administración Obama, deseosa de lograr un éxito diplomático en el exterior que compense los reveses y el descenso de popularidad del presidente en el ámbito interno.

Pero no es menos cierto que los contactos de la Casa Blanca con Teherán tienen el propósito de ir más allá del acuerdo nuclear. Al igual que sucedió con el viaje de Nixon a China, en una de esas semejanzas históricas a las que nos tiene acostumbrados el actual presidente, hay que buscar algún tipo de entendimiento con los iraníes que permita a Washington soltar lastre en los asuntos de un Oriente Medio que solo le ha producido sinsabores. La China de Mao era también una ideocracia, como la república islámica iraní, aunque supo avenirse con el máximo representante del capitalismo, pues había un enemigo común, la URSS. Enemigo común es, desde luego, el terrorismo de Al Qaeda, aunque la red integrista esté ahora más debilitada, aunque no es menos cierto que ese tipo de integrismo ha encontrado valedores en Arabia Saudí o Pakistán, aliados tradicionales de Washington, en los que ahora mismo no puede confiar del todo, y que son además adversarios del régimen chií de Teherán. Tampoco agrada a los iraníes que los talibanes puedan retornar al poder en Afganistán tras la retirada de las fuerzas de la OTAN. Con todo, será un juego arriesgado si el mundo árabe, mayoritariamente suní, se dejara llevar por la percepción de que EEUU está forjando una alianza con los chiíes y ha dejado a sus aliados tradicionales en la estacada.


Nov 25 2013

John Kerry y el final de la doctrina Monroe

Desde su tribuna en la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA) , en Washington, el secretario de Estado, John Kerry proclamó oficialmente el fin de la doctrina Monroe en las relaciones EEUU-América Latina. Ciento noventa años después de la formulación de la doctrina, en diciembre de 1823, y que se resume en la conocida frase “América, para los americanos”, ¿puede afirmarse que esto es realmente cierto?

El quinto presidente estadounidense, James Monroe, se oponía a cualquier interferencia de las potencias europeas en el hemisferio occidental en contra de la soberanía e independencia de los países que habían pertenecido al imperio español. Con el paso del tiempo, la declaración de Monroe sería percibida como una especie de “carta blanca” para extender la influencia de EEUU al sur de Río Grande. De hecho, la guerra con España de 1898, a la que siguió la independencia de Panamá y la consiguiente construcción del canal transoceánico, marcó el inicio de una serie de intervenciones directas en América Central y el Caribe para salvaguardar sus intereses económicos y políticos norteamericanos. Por lo demás, la fundación de la OEA en 1947 contribuyó aún más a la percepción de la vigencia de la doctrina Monroe, pues eran los años de la guerra fría y Washington temía las injerencias soviéticas en el hemisferio occidental. Estos temores se confirmaron con la revolución castrista y la crisis de los misiles de Cuba en 1962. La lógica de la guerra fría también se impuso en el apoyo de Washington a las dictaduras militares latinoamericanas, consideradas un contrapeso a guerrillas izquierdistas fomentadas por La Habana y Moscú.

La estrategia de EEUU cambió a partir de la presidencia de Reagan. Este presidente apoyó la democratización del cono sur y de Centroamérica, al considerar que el radicalismo político se combatía mejor con la democracia que con los fusiles. El final de la guerra fría le dio la razón y siguieron unos años de auge de la democracia, unido al del neoliberalismo económico. Más tarde llegarían las decepciones del electorado, con la crisis de los partidos tradicionales y la llegada de populismos de toda clase en los inicios del siglo XXI. Entonces empezó a demostrarse que la democracia y el Estado de Derecho no necesariamente van juntos.

Por lo demás, la posguerra fría marcó el comienzo de un cierto desinterés de Washington por los países de su continente. Oriente Medio, primero, y Asia, después, se convirtieron en sus focos geopolíticos de prioridad. Ese desinterés contribuyó a la progresiva pérdida de peso específico de la OEA, y el vacío se llenaría progresivamente con el surgimiento de  una constelación de organizaciones o foros subregionales: MERCOSUR, ALBA, UNASUR, CELAC… Todos ellos tienen en común la voluntad de distanciamiento de Washington, lo que explica que estas iniciativas sean presentadas como una recuperación de la soberanía e integración latinoamericanas. Si a esto añadimos una progresiva presencia en la región de China, Rusia e Irán, cuyo empuje es de momento más económico que político, entenderemos que la proclamación de Kerry sobre el final de la doctrina Monroe, no haya despertado ninguna emoción, o reacción, de las cancillerías latinoamericanas, a excepción de los aplausos protocolarios de sus representantes en la OEA.

Las palabras de Kerry persiguen, sin duda, un efecto conciliador con los vecinos latinoamericanos, molestos por las revelaciones de Snowden sobre el espionaje a jefes de Estado de la región. Lo que pasa es que algunos no acaban de creer el mensaje, pues no han olvidado que, en el pasado mes de abril, Kerry declaraba, ante el Congreso, que América Latina es “el patio trasero de su país”. Habría que entender esas palabras dentro de su contexto. En realidad, el secretario de Estado defendía una mayor presencia de Washington en la región con una utilización mayor del soft power, el método que define las relaciones internacionales ideales de nuestro tiempo. En cualquier caso, el político americano mostraba entonces cierta preocupación por el futuro de las relaciones entre EEUU y sus vecinos. Acaso influya también su experiencia personal al estar casado con una brasileña.

Kerry estaría defendiendo el fin de una doctrina intervencionista y preconizando unas relaciones en pie de igualdad, con valores e intereses compartidos. Se mostró orgulloso, en su discurso, de la trayectoria democrática del hemisferio occidental americano, y en particular de la Carta Democrática Interamericana, cuyo objetivo principal es “el fortalecimiento y preservación de la estabilidad democrática”, y que fue aprobada por la OEA el 11 de septiembre de 2001. Eran los tiempos en que Bush soñaba un tratado de libre comercio de las Américas. Los nacionalismos populistas latinoamericanos se lo llevaron por delante, además de contribuir a la defunción de la vieja doctrina Monroe.


Nov 22 2013

Tres autocracias del siglo XXI

Charles Kupchan, profesor de relaciones internacionales en la universidad de Georgetown publicó hace unos meses un libro, No one’s world, que es un modelo de prospectiva para el escenario geopolítico del siglo XXI. Es el reconocimiento de que la modernización en nuestro tiempo no significa necesariamente la aceptación de los sistemas políticos y los valores occidentales. Quienes consideran que hay otras formas de construir la modernidad, como son los casos de China y otras potencias emergentes, ofrecen modelos autoritarios alternativos, con capacidad de influencia más allá de sus fronteras, capaces de desmentir la norma no escrita de que el desarrollo económico trae consigo la democratización. Esto lo que han afirmado muchos historiadores y analistas, que se limitaban a trasponer a las nuevas realidades geopolíticas el recuerdo del ascenso de una burguesía que influyó en el despegue de Occidente. Este optimismo de raíces kantianas, en el que se vislumbra un mundo poblado por democracias que no se hacen la guerra entre sí, es contemplado con escepticismo por Kupchan, que hace la interesante aportación, en uno de los capítulos de su libro, de pasar detallada revista a las alternativas al modelo occidental en las distintas áreas geopolíticas.

En realidad, lo que ha triunfado en la posguerra gría es el capitalismo e incluso, en algunos casos, la democracia, aunque no necesariamente liberal ni anclada en los valores occidentales. Es evidente que Kupchan nos está diciendo que se equivocó Fukuyama y está dando la razón, aunque no sea por entero, a Huntington y su «choque de civilizaciones». Modernización no equivale a occidentalización, y esto es algo que algunos historiadores saben muy bien desde la época de Pedro el Grande, modernizador de Rusia y gobernante con puño de hierro.

El autor distingue tres sistemas autocráticos: la autocracia comunitaria, la autocracia paternalista y la autocracia tribal, que corresponden respectivamente a China, Rusia y las monarquías petroleras del Golfo.

En China, la democracia liberal se contrapone a las tradiciones culturales basadas en una compleja burocracia y en el principio de jerarquización, a lo que hay que añadir el legado del confucianismo, perseguido en la época de Mao y rehabilitado en el actual régimen nacional-comunista. La gran estrategia del PCCh ha sido, a partir de la presidencia de Jiang Zemin, integrar a los empresarios en la estructura política. No solo los miembros del partido controlan la mayoría de las grandes empresas sino que también están presentes en las empresas privadas. Al mismo tiempo, el régimen ha mimado a los intelectuales, especialmente a profesores y estudiantes universitarios, y ha fomentado una gran expansión de las universidades. Si a esto añadimos el interés del Estado por el desarrollo de las tecnologías y grandes infraestructuras, comprenderemos que el poder chino vende a su pueblo la idea de que están velando por su bienestar. La sola evidencia de que millones de chinos han salido de la pobreza y disfrutan de libertades económicas no contribuye a la aparición en China de una clase media democrática. No obstante, estas realidades no pueden ocultar algunas de las debilidades del sistema chino: violación de los derechos humanos, una tecnología que no suele tener gran calidad y que copia modelos foráneos, la corrupción, la degradación medioambiental, los acusados contrastes socioeconómicos entre el interior del país y las zonas costeras… Con todo, Kupchan presta algún crédito a quienes opinan que China seguirá el mismo camino de Taiwán y Corea del Sur. El autoritarismo de estos regímenes cedió ante las exigencias de democracia de una floreciente clase media. En nuestra opinión, no resultará tan sencilla esta evolución, pues tanto el Partido como el Ejército son estructuras mucho más consolidadas y menos permeables. En realidad, el único punto débil de todos los regímenes autoritarios es que sus ciudadanos vean reducido su bienestar material, un detonante para posibles estallidos sociales.

Rusia representa, en cambio, la autocracia paternalista, con amplias raíces en las etapas zarista y soviética. Su resurgimiento como gran potencia está relacionado con sus inmensos recursos energéticos, mucho más persuasivos en la era global que unos armamentos que pronto pueden quedarse obsoletos. No escapa, sin embargo, a la maldición del petróleo, su principal activo y debilidad, que le ha hecho descuidar las inversiones en infraestructuras y tecnologías, además de seguir teniendo una economía no demasiado abierta al exterior. En este contexto, la clase media rusa dista mucho de ser una esperanza para la democratización, pues en buena parte procede de la burocracia y las grandes empresas. Por lo demás, apenas un 25% de los rusos se identifica con la democracia occidental. El orgullo patriótico y la estabilidad son mucho más apreciados. Esto puede explicar el retroceso de la libertad en los últimos años no solamente en Rusia sino en la gran mayoría de las repúblicas ex soviéticas. Kupchan coincide, en parte, en sus análisis con Zbigniew Brzezinski, consejero de seguridad nacional en la Administración Carter, al afirmar que Occidente debe buscar el acercamiento a Rusia, e incluso fomentar su ingreso en la OTAN. Ambos autores consideran que Moscú puede hacer de árbitro en el nuevo orden internacional. En realidad, es lo que ha intentado hacer la presidencia de Obama desde sus inicios, aunque a lo mejor ha pecado de ingenuidad en sus relaciones con Medvedev, el anterior presidente ruso, al considerarlo una alternativa a Putin. Con todo, no vemos a Rusia en la Alianza Atlántica no solo porque los gobernantes rusos no demuestren interés en ella sino porque su ingreso, en las actuales condiciones políticas, no solo no sería un valor añadido sino que también cuestionaría la propia esencia de una organización que lleva reinventándose desde hace dos décadas.

La autocracia tribal está representada por las monarquías petroleras del Golfo, cuya fuerza reside en la dependencia energética de Occidente. Como en el caso de China, su legitimidad deriva de las expectativas económicas de su población, aunque sus puntos débiles se refieren la situación de los jóvenes y de las mujeres. Los grados de conservadurismo varían de un país a otro, siendo Qatar y Kuwait los más «liberales» en contraste con Arabia Saudí y los Emiratos. Las relaciones de clan siguen siendo fuertes aunque en algunos países haya nacido una clase media que se identifica con la autocracia garante de la estabilidad. Su principal desencuentro con EEUU surgió con la invasión de Irak, aunque la violencia que prosigue en este país es ahora la coartada perfecta para que los autócratas recuerden a sus pueblos los riesgos de introducir en la región una democracia de corte occidental. Washington se acomodó al statu quo porque necesitaba que las monarquías del Golfo sirvieran de contrapeso a Irán, si bien las negociaciones con la república islámica amenazan con trastornar el equilibrio en la región. Tampoco hay que olvidar  los intereses energéticos y la necesidad de bases militares en un Oriente Medio en que el papel americano es cada vez más cuestionado.

Las tres autocracias estudiadas por Kupchan se sienten seguras de su potencial económico y no ven ningún aliciente en la democracia occidental, que podría poner en peligro su estabilidad interna.