Jun 24 2014

Bagdad no es Saigón

Hay quien compara una posible toma de Bagdad por los yihadistas del Estado Islámico de Irak y del Levante (EIIL) con la conquista de Saigón por los norvietnamitas en 1975. EEUU ya se había retirado de Vietnam, pero un ejército entrenado por ellos, al igual que el iraquí, no pudo hacer frente a la ofensiva de sus enemigos. En consecuencia, la eventual caída de Bagdad debería ser interpretada como una derrota de EEUU, casi como una venganza tardía del suní Sadam Hussein, que no era precisamente un islamista. Este paralelo histórico no es correcto, como tampoco lo ha sido, pese a las apariencias, la comparación de Irak con Vietnam durante los años que duró la presencia militar americana en el país árabe. Una comparación incorrecta no solo por el número de bajas sino, sobre todo, por el hecho de que Washington obtuvo desde 2007 una victoria parcial sobre los partidarios de Al Qaeda, gracias a la alianza con los suníes, en el marco de la estrategia contraterrorista del general Petraeus.

Obama no va a apostar por salvar al gobierno del presidente Nuri al Maliki, a quien acusa de haber llevado a cabo una política sectaria favoreciendo a los chiíes frente a los suníes. De hecho, el  espectacular avance del EIIL en amplias zonas de Irak, incluyendo la decisiva toma de Mosul, puede explicarse como la respuesta suní a la política sectaria ejercida desde Bagdad. Washington no quiere implicarse en ataques aéreos selectivos contra el EIIL para ayudar a un gobierno que nunca ha dado muestras de ser aliado suyo, más allá de acuerdos puntuales, y que ha hecho oídos sordos a sus llamamientos de reconciliación para preservar la unidad del país. La postura oficial de EEUU es la defensa de la integridad territorial iraquí y la cooperación entre los diversos grupos étnicos, en lo que coincide con el ayatolá chií Al Sistani. Los norteamericanos consideran que una guerra de tipo sectario no es su guerra. Y precisamente ese carácter sectario favorece la partición de Irak. ¿Avanzarían los yihadistas del EIIL más allá de Bagdad, en pleno corazón del dominio chií? ¿Qué posibilidades tendrían las milicias chiíes de Al Sadar, que están reforzando a un ejército en retirada, de controlar zonas en el centro de Irak, de predominio suní? Otra consecuencia del sectarismo es que el Kurdistán iraquí consolida más todavía su independencia de facto, tal y como se ha visto en su ocupación de Kirkuk? Un Kurdistán plenamente soberano alteraría el viejo equilibrio geopolítico en Turquía y Siria, si no lo está alterando ya.

En los últimos días el EIIL ha ralentizado su avance hacia Bagdad para consolidar sus posiciones en Siria e incluso en la frontera jordana. Los yihadistas hacen tabla rasa de los límites artificiales, el acuerdo secreto Sykes-Picot de 1916, con los que Francia y Gran Bretaña se repartieron los despojos del Imperio otomano. Si han dado el paso, hasta ahora inédito salvo en el caso del Afganistán de los talibanes, de intentar crear algo parecido a un Estado, es porque están convencidos de la debilidad de sus enemigos chiíes y porque han sabido capitalizar el descontento suní en Irak y Siria. Unos ataques aéreos norteamericanos, o el uso de drones, no les van a detener. Su único punto débil es que es la mayoría de la población suní de Irak se vuelva contra ellos por no soportar su radicalismo. Pero de poco valdrá si no hay la alternativa de un Irak más o menos unido, por encima de las divisiones sectarias. Si no hay alternativa iraquí, el resultado será un Talibanistán en Oriente Próximo. Lo malo es que algunos vecinos de Irak no les parecerá tan mal esta opción, aunque no lo digan abiertamente, con tal de que contribuya a debilitar las aspiraciones hegemónicas de Irán en la región.


Jun 6 2014

EEUU-Rusia: Unas relaciones excesivamente personalizadas

Angela E. Stent, profesora de la universidad de Georgetown,  autora del recién publicado libro The limits of partnership, lleva estudiando las relaciones entre EEUU y Rusia desde hace cuatro décadas, aunque lógicamente su primer campo de investigación fueron las relaciones entre norteamericanos y soviéticos. En la época de la guerra fría todo analista acreditado debía dominar las teorías del marxismo-leninismo sobre la política internacional, al tiempo que acreditaba su papel de “sovietólogo” tratando de escudriñar en los discursos, presencias y ausencias de los miembros del Politburó. Al terminar la guerra fría, Stent fue consciente de que el estudio de la nueva Rusia debía ser abordado desde la perspectiva de la historia y la cultura del país, así como desde el análisis de las relaciones de los rusos con sus vecinos. Otros enfoques adoptados en la teoría de las relaciones internacionales basados en modelos abstractos y con profusión de estadísticas resultarían, a juicio de la autora, insuficientes al alejarse de las realidades políticas y de los factores configuradores de la política exterior. Se podría deducir, en consecuencia, que Stent no cree, como ciertos politólogos, en que el comportamiento de Putin pueda ser predicho por medio de la teoría de juegos con todo su despliegue de probabilidades. Las teorías no se ajustan a los líderes imprevisibles,  ni el comportamiento humano obedece a leyes físicas predeterminadas. No podemos saber que pasa en cada momento por la mente de un gobernante, aunque algunos expertos analicen a fondo sus intervenciones públicas o el más mínimo de sus gestos. Nunca podremos conocer el futuro porque es frecuente que ni el propio sujeto sepa la decisión exacta que tomará en un momento determinado. Con gran frecuencia las decisiones responden al sentido de la oportunidad brindada por un acontecimiento inesperado.

El libro de Stent no es un análisis del tiempo presente ni mucho menos un tratado de futurología. Por el contrario, es una crónica de la historia reciente que arroja luz sobre los altibajos de la relación entre Moscú y Washington. Detrás del análisis riguroso de casi un cuarto de siglo, surge con claridad la exposición de los intereses de Rusia, que ha considerado a menudo defraudados. De hecho, el mayor reproche que podrían hacer los rusos a los norteamericanos, bien fuera bajo el gobierno de Yeltsin o el de Putin, es que solo han buscado de forma egoísta sus propios intereses. No es exagerado decir que este libro, basado en las lecciones de la historia reciente, aspira a contribuir a la formación de expertos en las relaciones ruso-americanas. La actual crisis de Ucrania debería ser un toque de atención para la Administración Obama, mucho más interesada hasta ahora por Asia-Pacífico e incluso por Oriente Medio, algo en paralelo a su aparente pérdida de interés por el espacio euroatlántico.

Esta obra es, ante todo, el relato de unas expectativas frustradas. Al comienzo de cada presidencia norteamericana (Bush sr., Clinton, Bush jr. y Obama), los respectivos inquilinos de la Casa Blanca han planteado un reset en las relaciones, un reinicio que partiera de cero y olvidara los errores de sus antecesores. Este planteamiento fue escenificado en 2009 por la secretaria de Estado, Hilary Clinton, que regaló a Sergei Lavrov, ministro ruso de asuntos exteriores, un botón rojo con la palabra reset.

Stent considera que abordar las relaciones desde planteamientos generalistas y poco concretos ha desembocado siempre en el fracaso. Acaso la raíz de las discrepancias es que Rusia desea ver reconocido por EEUU su estatus de gran potencia, similar al que tuvo durante la guerra fría, y no se conforma con ser un mero socio de Washington. Por su parte, EEUU, implícita o explícitamente, se consideró el vencedor de la guerra fría con el consiguiente derecho a extender por el mundo la democracia liberal y la economía de mercado. Esto explica las dos visiones muy diferentes que norteamericanos y rusos tienen acerca de la década de los 90. Para unos significan un tiempo de esperanza, con un avance en el pluralismo y la libertad de expresión, tras la caída del sistema soviético. Sin embargo, para  otros representan una época de debilidad, pobreza y desorden. Por tanto, Moscú ha considerado normal revertir esa situación por medio de la afirmación del principio de la soberanía estatal y la no injerencia en sus asuntos internos. Una superpotencia clásica para una concepción clásica del Derecho Internacional, contrapuesta al Derecho internacional actual con sus aspectos de intervención humanitaria y de responsabilidad de proteger.

La conclusión final del libro es que la asociación entre EEUU y Rusia siempre será de carácter limitado. Ningún presidente norteamericano puede aspirar a otra cosa que a la cooperación en áreas específicas de interés para ambos países. Hay que huir de las relaciones demasiado personalizadas y contar con el asesoramiento de expertos en la historia y cultura rusas. Y otro consejo no menos importante de Angela Stent: habría que evitar expresar en público juicios de valor sobre la política rusa, tanto positivos como negativos.