May 29 2015

¿Enemigo suní o enemigo chií?

Hay situaciones que no se resuelven de inmediato, ni siquiera por la formación de una gran coalición internacional como la establecida contra el Estado Islámico (EI) en septiembre de 2014, en la que participan EEUU, los principales países europeos y algunos árabes y musulmanes. Se dijo entonces que era bueno que hubiera gobiernos islámicos en la coalición, formada por 40 integrantes, y que no era conveniente una coalición exclusivamente occidental, dado el precedente de la invasión de Irak. Pero más allá de bombardeos aéreos, suministros de armas y entrenamiento militar a los adversarios del EI en Siria e Irak, pocos avances se han dado sobre el terreno más allá de la recuperación de Tikrit. El presidente Obama resume la actitud de EEUU en el conflicto, tachada de pasiva, con estas palabras en referencia al gobierno iraquí: “Si no están dispuestos a luchar por la seguridad de su país, nosotros no podemos hacerlo por ellos”. Suena a veredicto casi definitivo, por mucho que Washington siga enviando las ayudas prometidas. Hay incluso ecos históricos de Vietnam, que nos recuerdan la impotencia de los consejeros militares americanos ante la corrupción y la falta de determinación del gobierno sudvietnamita. Puede que la Administración Obama se sienta satisfecha tras divulgar la muerte de algún líder del EI en una operación de fuerzas especiales o la destrucción de asentamientos e infraestructuras, aunque esto no resuelva la raíz del problema.

El fracaso principal de la estrategia en la guerra contra el EI es no haber podido articular una contundente respuesta de unidad de los iraquíes, más allá de su adscripción a los credos suní o chií. La fuerza del EI radica precisamente en eso: presentarse como el gran defensor de la mayoritaria fe suní en Oriente Próximo, que estaría amenazada por Irán y sus aliados chiíes de Siria, Irak y Líbano, además de por los kurdos. La lucha política y la adscripción a una nación han sido sustituidas por un conflicto de carácter sectario, y cabe atribuir una buena parte de su responsabilidad al gobierno de Bagdad dominado por los chiíes tras la caída de Sadam Hussein. Los chiíes han querido vengar agravios de décadas, pero con eso solo han conseguido ponerse en contra a la minoría suní, lo que ha alimentado la emergencia del EI. Sin embargo, los países musulmanes de credo suní en la región tienen también su parte de responsabilidad, por mucho que apoyen a la coalición internacional. Arabia Saudí y las otras monarquías petroleras del Golfo, sin olvidar a Turquía, ven al EI como un enemigo, si bien consideran  a Irán un adversario mucho más peligroso. Tienen que elegir entre un enemigo suní y un enemigo chií. Y su elección ya la hicieron en Yemen con una coalición contra los hutíes, un grupo chií apoyado por Irán. La contundencia empleada contra ellos, en lo militar y en lo político, contrasta con la respuesta más atenuada frente a los enemigos del EI.

Arabia Saudí no representa para el EI las esencias del verdadero Islam. Su califa, Al Bagdadi,  considera además a los dirigentes saudíes como usurpadores, pues expulsaron de Hiyaz a los hachemíes, descendientes del Profeta, en 1925 y se apoderaron de gran parte de la península arábiga para constituir un nuevo reino. Al Bagdadi también es hachemí, aunque evidentemente no tiene ninguna simpatía por otros hachemíes como la dinastía reinante en Jordania. Pero su principal activo no es solo su autoproclamación como califa, una institución que no existe desde la abolición del califato turco en 1924, sino su voluntad de constituir un Estado con los requisitos imprescindibles de población y territorio sobre los que ejercer su autoridad. En nuestro mundo de Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales esto podría parecer algo obsoleto, pero no lo es. Nuestro mundo es también desde hace algún tiempo un escenario de Estados fallidos en los que los gobiernos no tienen el control de todo su territorio, aunque las fronteras no varíen sobre el mapa. De ese vacío en Irak y Siria se ha aprovechado el EI al borrar en la práctica el acuerdo franco-británico de 1916 que configuró las nuevas fronteras tras la caída del Imperio otomano. Desalojarle de allí solo sería posible con una guerra sobre el terreno con todas sus consecuencias, pero no hay voluntad política de los Estados suníes de Oriente Próximo que solo parecen practicar una política de contención de los avances del EI. Odian tanto al enemigo chií, representado por el sirio Asad o los dirigentes iraníes, que no quieren darle ninguna oportunidad para que gane más influencia en la región, y menos ahora en que está próximo un acuerdo sobre el programa nuclear de Irán. Paradójicamente el EI se convierte en un factor de equilibrio al viejo estilo del juego de las potencias. Solo quedaría la esperanza de que las poblaciones sometidas a la autoridad del EI se sublevaran contra su rigorismo, pero el miedo, el factor religioso suní  y los estímulos económicos por parte de quien controla yacimientos petrolíferos en Siria e Irak, reducen en gran medida esta posibilidad.

La preferencia por el enemigo chií, y no por el suní, convierten en papel mojado la coalición internacional contra el EI.


May 22 2015

Pequeña Gran Bretaña

Los gobiernos de la UE felicitaron a David Cameron por su victoria en las urnas el pasado 7 de mayo, pero la gran mayoría de ellos, con independencia de su color político, hubieran preferido que el vencedor fuera el laborista Ed Miliband. No podía serlo porque este líder político desarrolló una campaña demasiado “izquierdista” al tratar de denunciar el “conservadurismo compasivo” de Cameron y quizás imaginó que el electorado le pasaría factura al primer ministro por los recortes del inicio de su mandato, aunque la situación económica haya mejorado. Mas llegó la mayoría absoluta conservadora y con ella la obligación de cumplir la promesa de un referéndum sobre la permanencia de Gran Bretaña en la UE antes de 2017.

Bruselas no es muy amiga de los estatus especiales para los países miembros, aunque la historia de la integración europea está llena de tratados y protocolos que consagran situaciones especiales para algunos socios del club. Cameron espera apuntarse alguna ventaja al respecto con negociaciones previas que permitan vender a los electores que la soberanía de Gran Bretaña no solo no va a menos sino que incluso puede recuperar el terreno perdido en muchos ámbitos. Salvo algunas personalidades minoritarias, la gran mayoría de los políticos británicos ven a la UE exclusivamente como una gran área de libre comercio. No creen en la integración europea, ni en la moneda única ni en  todas las teorías de Jean Monnet sobre el funcionalismo. Tony Blair, el más europeísta de todos los gobernantes británicos, solía hablar de la Unión como un pool de soberanías compartidas. Hoy en día esta expresión levantaría indignación entre la mayoría de los ciudadanos, más dispuestos hoy, que en 1988, a suscribir la cruzada de Margaret Thatcher contra los burócratas de Bruselas en su antológico discurso en Brujas. Este tipo de discursos gustan al electorado, crean o no en las habituales teorías conspirativas de un poder sin rostro que gobierna Europa, y es algo que Cameron habrá de tener en cuenta en su búsqueda de un acuerdo que le permita ir de europeísta en Bruselas y de nacionalista en Londres.

En un reciente libro, Who governs Britain?, Anthony King, un veterano profesor de la universidad de Essex, denuncia que la clase política británica no es consciente, o no quiere serlo, de que el mundo ha cambiado y de que los gobiernos están condicionados por las fuerzas globales del mercado, las organizaciones internacionales y las supranacionales, sin olvidar las preocupaciones puntuales de los votantes. Se quiera o no, la soberanía en las democracias liberales está experimentado limitaciones a estas alturas del siglo XXI y la tendencia irá en auge. Gran Bretaña quiere seguir siendo grande, pero la pérdida de soberanía la hace más pequeña, y a esto se unen los efectos de la reforma de Blair con la descentralización de las entidades territoriales. Hasta no hace mucho tiempo solía identificarse a Gran Bretaña con Inglaterra, una identificación similar a la de la URSS con Rusia. El problema es que los ingleses, al ver las competencias asumidas por escoceses, galeses y norirlandeses, pueden empezar a querer también su parte de la tarta. No es extraño que los argumentos contra esa división percibida en el Reino Unido, al menos en las mentes de la población, no sean tanto los de la exaltación de una historia común sino los del pragmatismo de seguir juntos por intereses compartidos.

Ed Miliband dijo en la campaña electoral que Gran Bretaña había ido perdiendo peso en el mundo con el gobierno de Cameron. En caso de ser elegido, prometía dar la vuelta a esta tendencia. Pero es dudoso que pudiera modificar la situación. No es es algo exclusivo de Gran Bretaña sino las consecuencias de una diplomacia pospolítica o posmoderna. La política exterior de nuestros días en Europa no apela a los grandes sentimientos nacionales ni a las hazañas del pasado. Antes bien, se centra casi exclusivamente en tres aspectos: el soft power, el comercio exterior y la ayuda al desarrollo. Se entiende así que la política europea de seguridad y defensa esté en sus horas más bajas. Por lo demás, la participación en los conflictos de Afganistán e Irak, con toda su carga de frustración y que podría hacerse extensiva a la intervención en Libia, ha sembrado el escepticismo y la desconfianza en la opinión pública. Los parlamentarios británicos, que no son diferentes de  los de otras democracias occidentales, no autorizaron una operación militar en Siria en septiembre de 2013 porque saben muy bien el lado del que sopla el viento.

A Gran Bretaña le está pasando lo mismo que a otros países de su entorno geográfico europeo y de la propia angloesfera. Su distinción entre la política exterior y las relaciones económicas exteriores es cada vez más difusa. Es, sin duda, uno de las consecuencias de la globalización. Queda atrás el tiempo en que Blair denunciaba la mentalidad de querer hacer del Reino Unido una especie de Hong Kong europeo. Antes bien, apostaba por una mayor participación de Londres en la UE. Todo esto queda muy atrás en un momento en que crece el euroescepticismo en todas las formaciones políticas de las Islas y parece debilitarse la relación especial con EEUU, aunque sería injusto achacar toda la responsabilidad de esto último a los británicos. Gran Bretaña alcanza a ponerse de puntillas con sus profesiones de fe soberanistas, aunque no le servirán para reivindicar un estatus de potencia global.