Los veinte años de Putin en el poder

Vladímir Putin jura el cargo de presidente de la Federación Rusa, 7-05-2018 (Foto: Kremlin)

En plena pandemia ha pasado un tanto desapercibido el aniversario de la llegada de Vladímir Putin al poder, pero lo que sí se notó bastante fue la voluntad del presidente ruso de seguir en él más allá de 2024, fecha del final de su mandato. Pero de la reflexión sobre estas dos décadas, la principal conclusión es que el futuro de Rusia es a la vez incierto y previsible.

El 31 de diciembre de 1999 Putin se hacía cargo de la presidencia tras la inesperada renuncia de Borís Yeltsin, incapaz de llevar el timón de la nave del Estado en una década que la mayoría de los rusos no recuerdan con agrado. Su presidencia sirvió para demostrar que la Rusia poscomunista no iba a transformarse en una democracia de estilo occidental ni tampoco integrarse en Occidente. No lo deseaban ni Europa ni EE. UU., a pesar de sus soflamas en favor de la democracia, y en esas circunstancias todo alineamiento con Occidente era presentado como subyugación.

A Rusia y a Occidente solo podía “unirlos” un enemigo común: el terrorismo islamista, sobre todo tras los atentados del 11-S, que dieron vía libre a la intervención estadounidense en Afganistán, la antigua pesadilla de la URSS. Putin estuvo entonces a la altura de las circunstancias, mejor dicho, de sus intereses. Sin embargo, se equivocaron quienes pensaron que podía haber alguna especie de química entre George W. Bush y Vladímir Putin. Por mucho que dijera Bush que se había mirado en ojos de Putin, los intereses nacionales predominarían por encima de todo.

En mi opinión, el objetivo primario de Putin era devolver a Rusia un papel esencial en el escenario internacional en un momento en que EE. UU. era la hiperpotencia, en expresión del primer ministro francés Hubert Vedrine, y China, la gran potencia en ascenso. Visto desde fuera, con una visión incompleta y de otros tiempos, tendría que haber habido un entendimiento estratégico entre Washington y Moscú frente a Pekín. Pero estos no son los tiempos del “peligro amarillo” del que se hablaba a principios del siglo XX. El entendimiento se fragua sobre los intereses económicos en un mundo globalizado, y estos intereses, y las dependencias económicas entre chinos y norteamericanos, son lo primero de todo.

En la visión rusa, los occidentales, con su exportación de la democracia liberal y de la economía de mercado hacia Europa Central y las antiguas repúblicas de la URSS, eran una clara amenaza geopolítica. La estabilidad que decían exportar solo podría crear inestabilidad en un Estado del tamaño del ruso, necesitado de la mano centralizadora y protectora de un nuevo zar. Vladímir Putin asumiría claramente este papel y lo hizo sin miramientos, como demuestra su famoso discurso en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, donde reprochaba a los occidentales su deslealtad con Rusia. Las revoluciones “democráticas” en Ucrania y Georgia solo habrían servido para crear regímenes hostiles a Moscú en su tradicional área de influencia. La ruptura estaba anunciada y llegaría a su punto más álgido en 2014 con el conflicto de Ucrania y la anexión de Crimea.

Al mismo tiempo, y a lo largo de los últimos veinte años, Rusia y China han profundizado en su asociación estratégica. En realidad, pocas cosas les unen. La principal es oponerse a la que todavía es la primera superpotencia mundial. Con todo, la economía rusa no se ha adaptado al escenario global. Las materias primas, y de modo particular los hidrocarburos, son su núcleo central, pese a tener el talón de Aquiles de la oscilación de los precios del mercado. Por cierto, no es casual que en 2007, año del discurso de Múnich, estos precios estuvieran al alza. Por lo demás, la economía rusa sigue siendo, ante todo, geoeconomía: la Unión Euroasiática, la explotación de los recursos del Ártico… Son unas opciones que en teoría ofrecen posibilidades, pero conllevan también muchos riesgos.

A la Rusia de Putin no le han importado las sanciones económicas, aunque hayan podido hacerle mella. Piensa que es cuestión de tiempo para que se levanten porque los principales perjudicados son los occidentales. De ahí que salude las propuestas de Macron de una política exterior más conciliadora hacia Rusia., algo que nunca va a suscitar el consenso entre los veintisiete miembros de la UE. Antes bien, la división entre los europeos se acentuará, y no es extraño que Polonia, Rumania o los países bálticos aparezcan como más “pro-americanos”.

Y más allá de la economía, Putin sigue dando prioridad a la política exterior. Lo hemos visto en el conflicto de Siria y en su recuperado interés por África, y con alguna otra incursión en el patio trasero de Washington, como es el caso de Venezuela.

Rusia fracasó en su proyecto de “Gran Europa”, tal y como dice la revista italiana Limes, e intenta ahora un proyecto de “Gran Eurasia”, pero dado el peso de China, el papel de Moscú no podrá ser muy destacado.

Vistos todos estos antecedentes, que han conformado la actual posición de Rusia en el escenario internacional, solo cabe afirmar que a Putin le sucederá otro Putin.


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