Rusia no es Alemania

CC Dmitry Sidorov

La mayoría de los analistas de la guerra de Ucrania, y en general todos los que estudian la situación actual de Rusia, están obligados a hacer uso de un notable conocimiento de la historia. Esto puede hacer que se sientan tentados de hacer predicciones por medio de ella, pero los paralelismos nunca han servido para hacer futurología. La historia suele caracterizarse por lo inesperado.

En este caso nadie esperaba la invasión de Ucrania. No era en absoluto razonable considerar a Ucrania como parte de Rusia, basándose en la historia del Imperio de los zares, sobre todo por el hecho de que tres décadas de soberanía e independencia de Ucrania no se pueden borrar de la noche a la mañana. No se consiguió, por ejemplo, en los Estados bálticos, independientes durante el período de entreguerras y anexionados desde 1940 a la Rusia estalinista. Menos se conseguirá con Ucrania, aunque tuviera que ceder más parte de su territorio a Moscú. Pero cuando la historia, alejada de la realidad actual y sustentada en mitos, se utiliza como arma arrojadiza, muchas veces nos encontraremos con un bumerán que vuelve a su lanzador bajo la forma de un estrepitoso fracaso.

En Rusia y fuera de ella han proliferado desde el final de la Guerra Fría las comparaciones con la Alemania contemporánea. Primero, con la Alemania de Guillermo II, que se encontraba “cercada” por la Triple Entente de Francia, Gran Bretaña y Rusia. Más tarde, con la humillación del tratado de Versalles (1919). La desintegración de la Unión Soviética y la expansión de la OTAN hacia el este serían para algunos la nueva versión de un Versalles humillante para Rusia. Esto es olvidar que aquella federación soviética saltó por los aires por los nacionalismos, por ser “cárcel de pueblos”, en expresión leninista referida al Imperio de los zares. La expansión de la OTAN fue, entre otras cosas, un modo de afianzar la credibilidad de la Alianza. Las naciones liberadas en el este de Europa del dominio soviético no estaban tampoco dispuestas a aceptar formar parte de una “zona gris” o neutralizada, una versión soft del telón de acero, que se extendiera entre Europa occidental y Rusia. Querían volver a una Europa de la que se sentían secuestradas, en opinión del escritor checo Milan Kundera, y por eso llamaron enseguida a las puertas de la OTAN y la UE, aunque en este último caso se mostrarían, y se siguen mostrando, reacias a ceder parte de sus soberanías.

Más tarde, a lo largo de la década de 1990, los aliados occidentales respaldaron incondicionalmente a Borís Yeltsin. Todo con tal de que los comunistas no volvieran al poder. No parecieron importarles sus métodos expeditivos, aplicados con el Parlamento ruso o en la guerra de Chechenia. Lo importante era conseguir el triunfo de la economía de mercado en Rusia, aunque ese voluntarismo llevara a cerrar los ojos sobre la evolución de la democracia liberal o la persistencia de la corrupción. El determinismo liberal de los gobiernos de los primeros años de Yeltsin no tuvo en cuenta que los nacionalismos, el ruso y los otros, no habían desaparecido y que el fin de la historia era más una ilusión que una realidad. En realidad, los comunistas no tenían que volver al poder. Los antiguos comunistas se habían reconvertido en nacionalistas desde hacía tiempo. En Rusia no llegaron a la presidencia los equivalentes a Václav Havel y Lech Wałȩsa, y aunque hubieran existido esas personas, difícilmente hubieran influido en mentalidades colectivas muy arraigadas.

La obsesión historicista sigue hoy presente con las comparaciones de Rusia con la Alemania vencida en 1918. No se puede humillar a Rusia, se dice, y desde el entorno de Putin se alimenta esta idea, porque el resultado será no solo la caída del actual presidente sino la llegada de un régimen mucho más radical en su nacionalismo. Otros se preguntan si, en caso de derrota en Ucrania, la Rusia de Putin podría tener una evolución similar a la de Alemania en 1945. Esa Alemania, bajo el peso de la culpabilidad del pasado nazi, ha llegado hasta nuestros días. Pero en Rusia es muy improbable que se dé un “año cero”, por decirlo con el título de una famosa película de Roberto Rossellini sobre la Alemania de la posguerra. Quienes piensan en esa posibilidad, suelen echar mano de la historia: derrotas rusas en la guerra de Crimea (1854-56), en la guerra contra Japón (1905) o en la guerra de Afganistán (1979-1989). Estas derrotas llevaron a reformas e incluso a revoluciones en Rusia, aunque en ningún caso sirvieron para traer la democracia al territorio ruso. La historia de Alemania en 1945 no se repitió.

Para que las cosas cambiaran no bastaría con la derrota de un ejército. Tendría también que ser derrotada una mentalidad, una determinada percepción de la historia. Se puede hablar acerca del régimen de Putin y decir que el presidente está “bunkerizado”, es poco carismático y está aislado. Pero lo que suceda después nada tiene que ver con que Putin sea o no presidente. La política exterior rusa ha asumido la confrontación con Occidente como “una amenaza existencial”. El poder sigue esgrimiendo la historia, y la leyenda, como arma. La “Gran Guerra Patriótica” (1941-45) y el estatus de la Unión Soviética, reconocida como gran potencia en la conferencia de Yalta (1945), siguen siendo los manuales para interpretar no solo la historia sino la realidad. A Lenin, que no parece gozar de todas las simpatías por parte de Putin, se le atribuye la frase de que “los hechos son tercos”. Lo malo es que otros suelen completar la cita diciendo: “Pues peor para los hechos”.


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