De Gaulle, Nietzsche y el filo de la espada

Charles de Gaulle en 1961, durante una visita oficial a Alemania (CC: Egon Steiner)

Hace 50 años, el 9 de noviembre de 1970, murió Charles de Gaulle, uno de los personajes más carismáticos y enigmáticos del siglo XX. Al igual que Napoleón, cuyo bicentenario se cumplirá el próximo año, es una referencia continua para los franceses, acostumbrados a ver desplegarse su figura en libros, revistas, artículos de prensa y alguna que otra película. De Gaulle no pasa de moda, pues algunos temas de su vida siguen hoy vigentes: la integración europea, el papel de Alemania en Europa, las relaciones Europa-EEUU, los nacionalismos…

Pero alguien como el fundador de la Quinta República, admite muchas interpretaciones, sobre todo si tenemos en cuenta las ideas que conformaron su personalidad. Nos puede ayudar al respecto la lectura de El filo de la espada, un librito de poco más de un centenar de páginas, publicado por De Gaulle en 1932, por entonces un casi desconocido oficial.

La lectura de esta obra me induce a pensar que De Gaulle suscribiría la conocida expresión del Fausto de Goethe: “En el principio fue la acción”. La acción, por tanto, sería lo único que puede elevar al hombre al papel casi divino del héroe. De Gaulle es un hombre al que le resulta estrecho el uniforme militar, pues al igual que Clausewitz, piensa que la guerra es la continuación de la política por otros medios. De ahí que una de las frases llamativas de El filo de la espada sea la siguiente: “La perfección evangélica no conduce al imperio. El hombre de acción no puede concebirse sin una fuerte dosis de egoísmo, dureza y astucia”.

Esta combinación de inteligencia e instinto evoca al Nietzsche fustigador de la “moral de esclavos”. Sin embargo, esto no fue incompatible con las críticas posteriores del político francés al filósofo alemán, al que hizo responsable de la locura militarista de Alemania y de la perversión de la enseñanza de la filosofía en la Francia de finales del siglo XIX. Con todo, como recuerda Max Gallo, biógrafo de De Gaulle, el general solía hacer uso de esta cita de Nietzsche, ejemplo para los que aguardan su oportunidad: “No hay nada que valga nada. Nunca pasa nada. Y sin embargo, todo llega. Pero eso es indiferente”.

La obsesión por la historia puede llegar a ser contraproducente para la libertad

Hoy en día se suele relacionar a Nietzsche más con el “superindividuo”, mezcla contradictoria de aparente vitalismo y de conformismo, que con el superhombre. Relacionarlo con la política no está tan bien visto como en otros tiempos. Se entiende, porque esa relación ha servido para exaltar al Estado con adornos de hueca literatura. De Gaulle también cayó en algún momento en esa retórica. Podría perfectamente haber hecho suya la divisa de César Borgia: “O César o nada”. O grandeza de Francia, asimilada a la propia, o mediocridad. Tiene el peligro la cita de caer en el maximalismo, de dar lugar a una percepción roma de las relaciones internacionales, de la que bien podría ser ejemplo una frase atribuida al De Gaulle presidente: “Un Estado digno de este nombre no tiene amigos”.

Esto puede llevar a entender la política exterior como un tablero de ajedrez de los Estados, el imperio de unas supuestas leyes históricas basadas en la desconfianza, la cautela, la fuerza y, en último extremo, la guerra. Los análisis derivados de esta percepción suelen ser erróneos. Me sorprende, por ejemplo, la simplicidad del joven capitán De Gaulle, hacia 1920, al considerar la caída del Imperio otomano como un golpe terrible al islam, que beneficiaría a la cristiandad. La mezcla de geopolítica, religiones y civilizaciones es adecuada para sazonar ensayos históricos. Pero, como bien decía Paul Valéry, la historia solo alimenta a la historia.

La obsesión por la historia puede llegar a ser contraproducente para la libertad. Los políticos que se dejan llevar por esta obsesión, y que hoy predominan entre los líderes de las llamadas potencias emergentes, terminan por olvidar que una nación está compuesta por la totalidad de sus ciudadanos. Son esos ciudadanos, y no el Estado, el fundamento último de la vida política y social. Hace bastantes años, un político francés, aparente seguidor del gaullismo, replicó a las críticas con otra cita de Nietzsche: “Cuánto más alto volamos, más pequeños parecemos a aquellos que no saben volar”. En realidad, el ser humano no puede volar por sí mismo, y es arriesgado lanzarse al combate político agarrándose a las alas de los mitos, sean estos históricos o no.

Pese a todo, De Gaulle tuvo éxito y creó en Francia una especie de monarquía electiva, que ninguno de sus sucesores, pertenecientes a otras ideologías, ha querido cuestionar. Todos han estado de acuerdo en que las querellas parlamentarias o los gobiernos en minoría pertenecen a la lejana historia de la Tercera y Cuarta Repúblicas. No hay, por tanto, problemas en la historia francesa para considerar glorias nacionales a Clodoveo, Luis XIV, Napoleón y De Gaulle. La grandeur les pertenece por igual.


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