Tres autocracias del siglo XXI

Charles Kupchan, profesor de relaciones internacionales en la universidad de Georgetown publicó hace unos meses un libro, No one’s world, que es un modelo de prospectiva para el escenario geopolítico del siglo XXI. Es el reconocimiento de que la modernización en nuestro tiempo no significa necesariamente la aceptación de los sistemas políticos y los valores occidentales. Quienes consideran que hay otras formas de construir la modernidad, como son los casos de China y otras potencias emergentes, ofrecen modelos autoritarios alternativos, con capacidad de influencia más allá de sus fronteras, capaces de desmentir la norma no escrita de que el desarrollo económico trae consigo la democratización. Esto lo que han afirmado muchos historiadores y analistas, que se limitaban a trasponer a las nuevas realidades geopolíticas el recuerdo del ascenso de una burguesía que influyó en el despegue de Occidente. Este optimismo de raíces kantianas, en el que se vislumbra un mundo poblado por democracias que no se hacen la guerra entre sí, es contemplado con escepticismo por Kupchan, que hace la interesante aportación, en uno de los capítulos de su libro, de pasar detallada revista a las alternativas al modelo occidental en las distintas áreas geopolíticas.

En realidad, lo que ha triunfado en la posguerra gría es el capitalismo e incluso, en algunos casos, la democracia, aunque no necesariamente liberal ni anclada en los valores occidentales. Es evidente que Kupchan nos está diciendo que se equivocó Fukuyama y está dando la razón, aunque no sea por entero, a Huntington y su «choque de civilizaciones». Modernización no equivale a occidentalización, y esto es algo que algunos historiadores saben muy bien desde la época de Pedro el Grande, modernizador de Rusia y gobernante con puño de hierro.

El autor distingue tres sistemas autocráticos: la autocracia comunitaria, la autocracia paternalista y la autocracia tribal, que corresponden respectivamente a China, Rusia y las monarquías petroleras del Golfo.

En China, la democracia liberal se contrapone a las tradiciones culturales basadas en una compleja burocracia y en el principio de jerarquización, a lo que hay que añadir el legado del confucianismo, perseguido en la época de Mao y rehabilitado en el actual régimen nacional-comunista. La gran estrategia del PCCh ha sido, a partir de la presidencia de Jiang Zemin, integrar a los empresarios en la estructura política. No solo los miembros del partido controlan la mayoría de las grandes empresas sino que también están presentes en las empresas privadas. Al mismo tiempo, el régimen ha mimado a los intelectuales, especialmente a profesores y estudiantes universitarios, y ha fomentado una gran expansión de las universidades. Si a esto añadimos el interés del Estado por el desarrollo de las tecnologías y grandes infraestructuras, comprenderemos que el poder chino vende a su pueblo la idea de que están velando por su bienestar. La sola evidencia de que millones de chinos han salido de la pobreza y disfrutan de libertades económicas no contribuye a la aparición en China de una clase media democrática. No obstante, estas realidades no pueden ocultar algunas de las debilidades del sistema chino: violación de los derechos humanos, una tecnología que no suele tener gran calidad y que copia modelos foráneos, la corrupción, la degradación medioambiental, los acusados contrastes socioeconómicos entre el interior del país y las zonas costeras… Con todo, Kupchan presta algún crédito a quienes opinan que China seguirá el mismo camino de Taiwán y Corea del Sur. El autoritarismo de estos regímenes cedió ante las exigencias de democracia de una floreciente clase media. En nuestra opinión, no resultará tan sencilla esta evolución, pues tanto el Partido como el Ejército son estructuras mucho más consolidadas y menos permeables. En realidad, el único punto débil de todos los regímenes autoritarios es que sus ciudadanos vean reducido su bienestar material, un detonante para posibles estallidos sociales.

Rusia representa, en cambio, la autocracia paternalista, con amplias raíces en las etapas zarista y soviética. Su resurgimiento como gran potencia está relacionado con sus inmensos recursos energéticos, mucho más persuasivos en la era global que unos armamentos que pronto pueden quedarse obsoletos. No escapa, sin embargo, a la maldición del petróleo, su principal activo y debilidad, que le ha hecho descuidar las inversiones en infraestructuras y tecnologías, además de seguir teniendo una economía no demasiado abierta al exterior. En este contexto, la clase media rusa dista mucho de ser una esperanza para la democratización, pues en buena parte procede de la burocracia y las grandes empresas. Por lo demás, apenas un 25% de los rusos se identifica con la democracia occidental. El orgullo patriótico y la estabilidad son mucho más apreciados. Esto puede explicar el retroceso de la libertad en los últimos años no solamente en Rusia sino en la gran mayoría de las repúblicas ex soviéticas. Kupchan coincide, en parte, en sus análisis con Zbigniew Brzezinski, consejero de seguridad nacional en la Administración Carter, al afirmar que Occidente debe buscar el acercamiento a Rusia, e incluso fomentar su ingreso en la OTAN. Ambos autores consideran que Moscú puede hacer de árbitro en el nuevo orden internacional. En realidad, es lo que ha intentado hacer la presidencia de Obama desde sus inicios, aunque a lo mejor ha pecado de ingenuidad en sus relaciones con Medvedev, el anterior presidente ruso, al considerarlo una alternativa a Putin. Con todo, no vemos a Rusia en la Alianza Atlántica no solo porque los gobernantes rusos no demuestren interés en ella sino porque su ingreso, en las actuales condiciones políticas, no solo no sería un valor añadido sino que también cuestionaría la propia esencia de una organización que lleva reinventándose desde hace dos décadas.

La autocracia tribal está representada por las monarquías petroleras del Golfo, cuya fuerza reside en la dependencia energética de Occidente. Como en el caso de China, su legitimidad deriva de las expectativas económicas de su población, aunque sus puntos débiles se refieren la situación de los jóvenes y de las mujeres. Los grados de conservadurismo varían de un país a otro, siendo Qatar y Kuwait los más «liberales» en contraste con Arabia Saudí y los Emiratos. Las relaciones de clan siguen siendo fuertes aunque en algunos países haya nacido una clase media que se identifica con la autocracia garante de la estabilidad. Su principal desencuentro con EEUU surgió con la invasión de Irak, aunque la violencia que prosigue en este país es ahora la coartada perfecta para que los autócratas recuerden a sus pueblos los riesgos de introducir en la región una democracia de corte occidental. Washington se acomodó al statu quo porque necesitaba que las monarquías del Golfo sirvieran de contrapeso a Irán, si bien las negociaciones con la república islámica amenazan con trastornar el equilibrio en la región. Tampoco hay que olvidar  los intereses energéticos y la necesidad de bases militares en un Oriente Medio en que el papel americano es cada vez más cuestionado.

Las tres autocracias estudiadas por Kupchan se sienten seguras de su potencial económico y no ven ningún aliciente en la democracia occidental, que podría poner en peligro su estabilidad interna.


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