Macron y los paralelismos históricos

Enmanuel Macron llega a la presidencia de Francia cargado de enormes expectativas. Los gestos y las palabras se multiplican en estos días, previos a las elecciones para la Asamblea Nacional del 11 y 18 de junio, para intentar demostrar que Macron representará una profunda renovación de la política francesa. El presidente conserva su aureola de prestigio y la empleará para conseguir una mayoría parlamentaria a su medida, pero su formación no deja de ser tan improvisada como personalista. De hecho, las siglas de En Marche! coinciden con las iniciales de Emmanuel Macron. No obstante, para disipar los recelos despertados por un culto a la personalidad, una rápida y eficiente operación de marketing ha transformado el nuevo partido en La Repúblique en Marche, un “partido-empresa” en palabras del diario Libération.

En Francia son muy aficionados a establecer paralelismos entre los políticos actuales y los de otro tiempo. Los franceses tienen un acusado sentido de la historia, un tanto en el sentido clásico de maestra de la vida, como decía Cicerón. Los paralelismos pueden servir para intentar descifrar el semblante y la actitud de los políticos, aunque también responden a la imagen que las personalidades públicas quieren dar de sí mismas. No es muy diferente de los presidentes de EE.UU., donde recordamos a un Obama jugando con las imágenes de Lincoln, Roosevelt, Eisenhower y Kennedy en diversos momentos de su mandato. En Francia, los paralelismos no son meros ingredientes para las revistas de historia o los suplementos dominicales. Forman parte, además, del discurso de los analistas políticos. Y Macron admite hasta los paralelismos literarios: estar casado con Brigitte, una mujer veinticuatro años mayor que él y profesora suya en un colegio de los jesuitas, le sirve para compararle con Julien Sorel, el protagonista de Rojo y Negro de Stendhal.

Los amantes de los paralelismos políticos cuentan con un amplio repertorio. Si queremos elogiar a un presidente joven y audaz, la comparación con Napoleón es obligada: el corso fue general a los veintisiete años, primer cónsul a los treinta y emperador a los treinta y cinco; Macron, inspector de finanzas con veintisiete, directivo de la Banca Rostchild con veintiocho, secretario general adjunto de la presidencia de la República con treinta y cinco, ministro de Economía con treinta y siete, y jefe del Estado con treinta y nueve. Por otra parte, si nos fijamos en la política americana, pensaremos en John F. Kennedy y Barack Obama, sobre todo en este último. El anterior presidente americano era un outsider en el partido demócrata y, sin embargo, consiguió la nominación en la carrera presidencial. Del mismo modo, Macron tampoco era un socialista clásico sino un social-liberal, capaz de abandonar una formación que no admitía a los reformadores como Manuel Valls y potenciaba a los izquierdistas, en su eterno retorno a unas supuestas esencias originarias, como Benoît Hamon.

Con todo, el paralelismo histórico de mayor fortuna es el que asemeja a Emmanuel Macron con Valéry Giscard d’Estaing. El jefe de los republicanos independientes se convirtió con cuarenta y ocho años en el presidente más joven de la Quinta República y antes había llegado a ser ministro de Finanzas con el propio De Gaulle. Sin embargo, Giscard se fue distanciando del gaullismo, formación a la que acusaba de personalismo y de ejercer el poder en solitario, para impulsar su carrera hacia al Elíseo, en la que batió a Jacques Chaban-Delmas, alcalde de Burdeos y un gaullista atípico, que quizás hubiera tenido alguna posibilidad si Giscard no se hubiera investido de la aureola de candidato “contestario” del centro-derecha.

Por lo demás, a Macron se le atribuye una estrategia similar: un distanciamiento de Hollande y de los socialistas para presentarse como un candidato independiente, prácticamente no contaminado por la política, sobre todo si está señalada por el fracaso y el desprestigio. Al igual que Chaban Delmas en el gaullismo, Manuel Valls ha quedado descolocado en el socialismo. Es otro efecto de la victoria de Macron. Con todo, recordemos que un prestigioso politólogo del siglo XX, Raymond Aron, nunca apreció la gestión de Giscard. Decía que había olvidado que la historia también puede ser trágica. Giscard decepcionó a los franceses y en 1981 no fue reelegido. ¿Qué dirá ahora Nicolas Baverez, el sucesor intelectual de Aron en el liberalismo francés? Por ahora le da un margen de confianza a Macron, aunque también le advierte que estamos ante la última oportunidad para hacer las reformas que Francia necesita. El nuevo presidente francés es, sin duda, un economista keynesiano con aristas liberales. Un político híbrido necesita de un potente carisma, como Charles De Gaulle, el fundador de la Quinta República. Con Macron no vendrá la Sexta sino una nueva versión del político providencial de la Quinta, esta vez no con brillantes discursos sino con imágenes mucho más elocuentes.


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