China en el Golfo Pérsico

Hace más de tres décadas, el final de la guerra fría y de la confrontación bipolar trajo como consecuencia el progresivo deterioro de algunas alianzas. El escenario mundial ya no era el de comunistas y anticomunistas, de prosoviéticos y proamericanos. La geopolítica tradicional estaba de vuelta, y con ella, una concepción de las relaciones internacionales en la que las referencias eran el equilibrio y los intereses.

Es lo que sucedió con las relaciones entre Estados Unidos y Arabia Saudí. El yihadismo que fomentó los atentados del 11-S o la guerra de Irak que abrió indirectamente el camino a las ambiciones hegemónicas de Irán influyeron de modo negativo en una alianza estratégica que se remontaba al histórico encuentro entre Roosevelt e Ibn Saud en 1945. Más recientemente, la visita de Xi Jinping a Arabia Saudí, después de seis años, ha servido para especular si los gobernantes de Riad pretenden distanciarse de Washington, al menos de la Administración Biden, en teoría mucho más sensible a la falta de respeto de los derechos humanos y libertades fundamentales en el reino saudí, un aspecto en que la Administración Trump no hizo demasiado hincapié. Sin embargo, Biden, que visitó el país árabe en julio pasado, tampoco ha cumplido su promesa de 2018 de considerarlo como un “Estado paria” tras el brutal asesinato del periodista Jamal Khashoggi, y declaró sin tapujos que su visita respondía a los intereses estadounidenses, pues no se podía dejar un vacío de poder en la región del Golfo capaz de ser llenado por China y Rusia.

Pese a todo, el recibimiento de Xi Jinping en Arabia Saudí ha tenido una pompa superior a la de Biden, con compartida satisfacción para el líder chino y el príncipe heredero saudí Mohamed bin Salman. El primero daba muestras del soft power de la política exterior china, más allá de los efectos de la contestación interna por la política de covid cero, y el segundo podía exhibir la multilateralidad de sus relaciones estratégicas, no supeditadas a los intereses de su tradicional aliado estadounidense. Cabría preguntarse si China pretende amenazar el statu quo de seguridad en el Golfo Pérsico garantizado por Washington. En absoluto, pues los intereses de Pekín son primordialmente económicos. Hay que tener en cuenta que el 18% de sus importaciones petrolíferas proceden del reino saudí, y en el pasado año los intercambios comerciales entre los dos países ascendieron a 80.000 millones de dólares. Los intereses económicos chinos se extienden también a las otras monarquías petroleras, las que forman el Consejo de Cooperación del Golfo Pérsico, y esto explica que China mantuviera una Cumbre con esta organización, poco después de tener otra con los saudíes.

Se puede hacer la pregunta de si la relación entre China y Arabia Saudí es meramente transaccional o estratégica. La respuesta sería que participa de ambas, aunque predomine el primer aspecto. Hay que tener en cuenta que la política exterior china privilegia la influencia económica y deja en un segundo plano los aspectos políticos y de seguridad. Debilitar la influencia estadounidense en el Golfo es un objetivo chino, pero no hasta el punto de pretender sustituir a Washington como garante de seguridad y estabilidad en la región. China ni tiene los medios ni desea hacerlo. Pese a todo, se aprovecha del statu quo, garantizado por Estados Unidos, pues es la marina estadounidense la que domina en aguas del Indo-Pacífico y esa vía marítima es esencial para asegurar el suministro de petróleo a China. Pekín no cuestionará una estabilidad que, después de todo, también sirve para garantizar sus inversiones en una región deseosa de hacer negocios con el gigante chino. En este sentido, el príncipe Faisal, ministro saudí de Asuntos Exteriores, ha subrayado en más de una ocasión que su país no cree en la polarización ni en verse forzado a elegir entre un bando u otro, y que una economía en crecimiento necesita toda clase de socios.

Por lo demás, en materia de seguridad, Estados Unidos es el principal valedor de los países del Golfo frente a Irán. China no podría desempeñar un papel semejante, también por el hecho de que su política en la región ha buscado un equilibrio por medio de la cooperación con árabes e iraníes, si bien Irán como socio no ha tenido para China un papel tan destacado como el jugado por las monarquías del Golfo. Quizá esto explique que Irán se haya acercado más a Rusia en los últimos tiempos y le haya dado un apoyo mucho más expreso que el de China en la guerra de Ucrania. Con todo, existe un aspecto sombrío en las relaciones entre árabes y norteamericanos: el interés de la Administración Biden en que Irán vuelva a suscribir un nuevo acuerdo nuclear. Los aliados árabes desconfían, porque piensan que esto no detendrá el propósito de Teherán de hacerse con el arma nuclear. Si Biden pretende repetir los pasos de Obama en su política respecto a Irán, se encontrará con la oposición no solo de los países del Golfo sino también de Israel.

La retirada de Afganistán, aunque resultara ineludible, supuso un enorme desprestigio para la Administración Biden. Retirarse de Oriente Medio, como se ha especulado durante años, para concentrar la atención en la región del Indo-Pacífico no está en la agenda estadounidense, pero en los intereses de esa agenda, que ya no pueden imponerse unilateralmente, hay huecos suficientes para que China incremente su presencia en la región. No hace mucho se rumoreaba acerca de la posibilidad de una base militar china en los Emiratos, similar a la existente en Yibuti, aunque las autoridades de Abu Dabi lo negaron. Pero lo que nadie puede negar es que los intereses económicos de China y los países del Golfo se irán incrementando en los próximos años.


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