Rusia y el valor de la metahistoria

Pedro I de Rusia, el Grande

La guerra desencadenada en Ucrania por Rusia tiene mucho que ver con la metahistoria, que no solo son los hechos del pasado sino su interpretación con claves para el presente y para el futuro. La metahistoria es a la vez un fundamento, una interpretación y una explicación. Resulta extraña, quizás como la propia historia, en nuestras sociedades posmodernas, pero no sucede lo mismo en Rusia.

Es el historicismo lo que lleva a percibir a sus gobernantes, y a una buena parte de la opinión pública, la “operación militar especial” en Ucrania como la oportunidad para la reconquista de Jerusalén, la Rus de Kiev, el estado medieval surgido en el siglo IX, que está en los orígenes de Rusia, anterior incluso al nacimiento de la propia Moscú. Es una especie de guerra santa, de “cruzada” en la que se dan la mano el nacionalismo y la fe ortodoxa. Pero, además, la metahistoria se apoya en la historia de Rusia de los dos últimos siglos: el recuerdo de la guerra contra a Napoleón al que de nada le sirvió tomar Moscú, o la resistencia encarnizada de Leningrado y Stalingrado frente al ejército hitleriano, sin olvidar la operación Bragation, en el verano de 1944, que llevó a las tropas soviéticas a las puertas de Varsovia, pese a perder 180.000 efectivos, más que los aliados en el desembarco de Normandía en el mismo año. La metahistoria es capaz de justificar, en consecuencia, que no importan las pérdidas humanas y materiales, por cuantiosas que sean. Es el sacrificio obligado para obtener la victoria. Estamos ante un determinismo histórico que va acompañado de una férrea determinación de los dirigentes políticos.

No cabe duda de que el peso de la demografía rusa y sus recursos naturales han influido mucho en estos planteamientos. Sin embargo, a veces esta creencia puede resultar errónea: al comienzo de la Primera Guerra Mundial, en 1914, el régimen zarista estaba convencido de que la superioridad numérica de su ejército le llevaría a avanzar rápidamente hasta Alemania. Hay una curiosidad anécdota sobre el tema: las autoridades pensaron que las máquinas de escribir que utilizaban en las oficinas militares no tendrían necesidad de ser reemplazadas en un futuro inmediato porque la guerra iba a durar unas pocas semanas.

Todo esto viene a cuento de la determinación de Putin de no abandonar la guerra hasta el total sometimiento de Ucrania. La metahistoria admite todos los sacrificios, incluidas las severas sanciones económicas y el desprestigio internacional, para alcanzar esta meta. El gobierno ucraniano estaría todavía a tiempo de rendirse y evitar males mayores. El precio sería probablemente la amputación de territorios del centro, este y sur de Ucrania, si bien podría quedar en pie la Ucrania occidental, con capital en Leópolis (Lviv) y que en el período de entreguerras perteneció a Polonia.

Pero el presidente ruso también ha hablado muy claro: Ucrania se arriesga a desaparecer como Estado, pues es evidente que Rusia no dejaría fuera de su control un territorio, el occidental, desde el que se pudieran lanzar ataques contra el resto de Ucrania, o que en él se instalaran fuerzas y armamentos de países occidentales. La guerra ha iniciado un camino de no retorno y hunde sus raíces en el fatalismo de la metahistoria, que afirma que no se puede hacer nada. La única opción sería cesar la resistencia ucraniana para que el mundo no sea llevado al borde de una tercera guerra mundial y a una crisis económica de colosales proporciones. A esto se añade el mensaje de que no se puede desafiar a una potencia nuclear, capaz de utilizar, si lo creyera oportuno, armamento nuclear táctico en Ucrania. Podría incluso alegar, aunque muchísimas personas se sentirían horrorizadas al escucharlo, el argumento de los estadounidenses en 1945: las bombas de Hiroshima y Nagasaki “salvaron” vidas porque la guerra se hubiera prolongado más todavía, al obligar a Japón a la rendición.

Encontré hace poco un artículo de Vladislav Surkov, uno de los asesores de Putin, al que se atribuye el término de “democracia soberana”, y que fue viceprimer ministro de Rusia entre 2011 y 2013. Es un artículo fechado en 2018 y un ejemplo de la obsesión por la metahistoria. En ese escrito Surkov habla de la peculiaridad de Rusia, un país continente situado entre Europa y Asia. En los primeros siglos de su existencia, en la Edad Media, cuando sus tierras estaban bajo el dominio tártaro, Rusia tenía claras influencias asiáticas. Los tártaros fueron vencidos en el siglo XV, pero muchos nobles rusos tenían origen tártaro como Borís Godunov que llegó a ser zar a finales del siglo XVI y que fue inmortalizado en una obra teatral de Pushkin.

Según Surkov, a partir de Pedro el Grande (principios del siglo XVIII), Rusia se acercó a Occidente: los zares emparentaron con princesas alemanas, aunque estas se rusificaron como Catalina II la Grande, que en su expansión territorial llegó a las costas del Mar Negro. Luego las guerras napoleónicas permitieron a Rusia ganar territorios, pero no amigos, en expresión de Surkov. El asesor de Putin se queja, por ejemplo, de la ingratitud de Austria, a la que el zar Nicolás I ayudó con sus tropas a sofocar la revolución nacionalista húngara de 1848. Luego los austriacos apoyaron a Francia y Gran Bretaña en la guerra de Crimea (1854-56), una humillante derrota de los rusos. Surkov se remonta después a la posguerra fría, con una Rusia empequeñecida y humillada, a la que los occidentales querían tratar como a un país de Europa central, aunque sin opción a integrarse ni en la OTAN ni en la UE. De Occidente les vino a los rusos el comunismo de Marx y ahora les llegaba el neoliberalismo de Hayek.

Pese a todo, Surkov afirma que en 2014 Rusia ha iniciado un giro histórico, ni hacia el este ni hacia el oeste. La anexión de Crimea es el inicio de este giro. El camino de Rusia hacia Occidente ha finalizado.  Comienza una tercera vía, en la que hay que recordar el dicho atribuido al zar Alejandro III, y que en la Rusia actual se ha puesto al pie de algunas de sus estatuas recientes: “Rusia solo tiene dos amigos: su ejército y su flota”.  Surkov llama a la nueva época “la era 14”. Quizás el precio a pagar sea, según sus propias palabras, “cien, doscientos, trescientos años de soledad geopolítica”. Este hombre ya no es consejero de Putin, pues fue cesado en febrero de 2020, pero el presidente y su círculo siguen compartiendo su concepto de la metahistoria.


2 Responses to “Rusia y el valor de la metahistoria”

  • Noel J Sacasa Says:

    Ignoro si la “metahistoria” que parece guiar la política rusa es un conjunto de convicciones auténticas o un simple instrumento de manipulación. Pero, no es la metahistoria un componente esencial de cualquier cultura fuerte: aquél que le da permanencia, conectando el presente con el pasado? No es una de las grandes debilidades de Occidente el haber renunciado a su propia rica metahistoria, abrazando la triste ideología desarraigada de un globalismo liberal con poco más principios que la soberanía del individuo y el libre mercado? No necesita Occidente recuperar su verdadera metahistoria para tener la fuerza intelectual y moral que le permita oponerse a los elementos falsos de otras metahistorias propuestas o encontrar causas comunes con lo que pueda haber de verdadero y noble en ellas?

    • antoniorubioplo Says:

      Gracias, Noel. Cuando hablo de metahistoria me estoy refiriendo a mitos, relatos, pero no realidades. En Rusia esa metahistoria adquiere la categoría de religión secular, pero los grandes escritores rusos del siglo XIX, los disidentes de la época soviética y todos aquellos intelectuales que fueron perseguidos bajo el comunismo no podrían suscribir una metahistoria capaz de matar a inocentes. No se doblegaron muchos de ellos ni ante el poder de los zares ni ante el de los líderes comunistas.Hay una mezcla de convicciones auténticas y de manipulación en la metahistoria rusa. Hay que separar las dos esferas, la de Dios y la del César. En Rusia eso ha sido históricamente imposible. Prefiero la cultura de los iconos, la de la liturgia ortodoxa y de la espiritualidad a un nacionalismo mesiánico. Prefiero las «Pobres gentes», título de la primera novela de Dostoievski, a los discursos historicistas del poder. Esa metahistoria rusa no puede ser alternativa al globalismo porque es como un animal encerrado que da zarpazos para defenderse y que tiene nostalgia de la época en que era la segunda superpotencia mundial. Respecto a la fuerza intelectual y moral de Occidente, empieza por uno mismo, en llevar una vida conforme a las enseñanzas de Cristo, que dijo que «mi reino no es de este mundo». Estar en el mundo sin ser mundanos, y no confiar en que una determinada opción política nos salvará. La política tiene sus límites.