¿Es posible un concierto global de grandes potencias?

Richard N. Haass, expresidente del Council for Foreign Relations, y Charles A. Kupchan, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown, han publicado un artículo conjunto sobre la necesidad de restaurar en el mundo del siglo XXI el concierto de las grandes potencias, que ocupó un lugar destacado en la política internacional entre el Congreso de Viena (1815) y el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914).

Aquel concierto fue europeo y se basaba en el principio del equilibrio, en el que ninguna potencia quisiera imponerse sobre las demás. El Imperio de Napoleón había alterado ese principio y, en consecuencia, originó guerras en el continente europeo. La derrota del emperador supuso un intento de retorno al orden geopolítico anterior, que no fue completo por los intereses particulares de los vencedores, y consagró nuevamente el concepto de balance of power, que ya defendió David Hume a mediados del siglo XVIII y que tiene sus raíces en la paz de Westfalia (1648).

El sistema del concierto, del equilibrio entre potencias, fue contemplado como un medio de salvaguardar la paz en Europa, pero se alteró con la unificación de Alemania en 1870 y también fue muy criticado por aquellos defensores del Derecho internacional que no compartían la idea de que el triunfo de la justicia pasara por la autoafirmación de las soberanías estatales, pues no solo el Estado sino también los seres humanos son protagonistas destacados de las relaciones internacionales. Las organizaciones internacionales, y en particular las europeas, quisieron dar un paso más allá de esta concepción soberanista, tras la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial.

Hoy está sucediendo que se critican y cuestionan las organizaciones internacionales. Algunos estados, entre ellos Rusia y China, dan preferencia a las relaciones bilaterales, pero los nacionalismos y populismos participan de la misma mentalidad, la de que las organizaciones tienen una “agenda oculta” para minar las soberanías nacionales. La falta de credibilidad de los actores internacionales tiene estas consecuencias, y no es extraño que algunos miren al siglo XIX y lo idealicen como una época en que no hubo conflictos generalizados en Europa, aunque sí los hubo de carácter regional. Pero no se debería olvidar que todo equilibrio es por definición inestable y está sometido a posibles cambios, en los que el único criterio es la conveniencia de los miembros del club de potencias.

Ante el fracaso del diálogo entre China y Estados Unidos en los comienzos de la Administración Biden, Haass y Kupchan proponen la resurrección de un concierto de potencias a escala global. Su realismo político se muestra escéptico ante la idea de un concierto de las democracias, defendido por la ex secretaria de Estado Madeleine Albright y “resucitado” en la nueva presidencia. Enfrentar a las democracias con el autoritarismo implicaría una nueva guerra fría. Además, algunas de esas democracias tienen intereses, sobre todo económicos, que les impedirían dar un apoyo pleno al club del que supuestamente formarían parte. No lo dicen abiertamente los dos analistas norteamericanos, pero la “alianza de las democracias” forma parte de un planteamiento muy propio de la Segunda Guerra Mundial, las democracias contra los totalitarismos, que encerraba una contradicción asumida: la Unión Soviética formaba parte también de esa alianza, pese a no pertenecer a las democracias liberales. Por eso, el planteamiento del concierto de grandes potencias de Haass y Kupchan pertenece plenamente a la escuela realista de las relaciones internacionales.

Los dos autores proponen un grupo informal de grandes potencias, que actúe paralelamente al G20, al G7 o al Consejo de Seguridad de la ONU, si bien consideran que los acuerdos entre ellas influirán en esos foros. Ante la realidad de un mundo no dominado por Estados Unidos y Occidente, el concierto debería de establecerse entre Estados Unidos, la UE, China, India, Japón y Rusia, que suponen además el 70% de la población mundial. Sería un concierto consultivo, no tanto de toma de decisiones, y permitiría un diálogo estratégico sobre temas en los que las potencias tuvieran interés en cooperar. Las diferencias ideológicas no deberían impedir la cooperación internacional. No ocultan los autores que el propósito del concierto sería preservar la estabilidad dando preferencia al statu quo y evitando el uso de la fuerza salvo en circunstancias excepcionales cuando no hubiera discrepancias en el Consejo de Seguridad de la ONU. Por lo demás, ambos autores reconocen el derecho de las potencias de tomar decisiones unilaterales si sus intereses se ven seriamente amenazados. Sin embargo, el ámbito de cooperación podría ser amplio: la lucha contra la proliferación de armas de destrucción masiva, el terrorismo, la salud global, el cambio climático, las amenazas en el ciberespacio… Añaden los autores que si el concierto hubiera existido al final de la guerra fría, se habrían podido evitar –o al menos aminorar sus daños– los conflictos que se dieron en el mundo, empezando por las guerras en la antigua Yugoslavia. El concierto de potencias sería la mejor opción en un mundo que no es de nadie –por parafrasear una de las obras de Kupchan– y que encierra iguales riesgos que si solo impera una superpotencia.

Sin entrar en discusiones sobre si el respeto los intereses de las grandes potencias es el mejor modo de salvaguardar la paz, cabe estimar que el concierto defendido por Haass y Kupchan no resulta muy viable en estos momentos. Para empezar, solo Estados Unidos y China tienen la categoría de potencias globales, aunque no se ponen de acuerdo entre ellas, pese a su interdependencia económica. La Unión Europea está profundamente dividida y hace grandes esfuerzos por tener una mayor proyección global, pero las diferencias de criterio al oeste y el este de Europa impiden tener un mayor consenso sobre política exterior. Hay que tener en cuenta que la política exterior es la gran manifestación de la soberanía estatal a la que muchos países no quieren renunciar, pese a que apoyen otras medidas de tipo económico y social.

En cuanto a Rusia, se encuentra, como otras veces a lo largo de su historia, en la disyuntiva de mirar a Europa o a Asia. En el fondo, dejó de mirar a Europa cuando Lenin trasladó la capital a Moscú, después de la Revolución de 1917, y se está dejando llevar por una dimensión euroasiática, lo que le lleva a una asociación, que nunca será alianza, con China. Rusia protege su “patio trasero” europeo y trata de preservar su influencia en Asia Central, pero la demografía y la economía de China serán mucho más determinantes.

¿Y qué decir de Japón? Sigue prevaleciendo su proyección exterior económica, y no la política, que en Asia trae amargos recuerdos históricos. Para formar parte del concierto tendría que asumir una mayor dimensión en lo político. En caso contrario, será solo una potencia asiática, pese a ser la tercera economía mundial.

Por último, la India es un gigante frágil, en lo social y en lo político. El nacionalismo hindú de Narenda Modri domina el panorama político. El país crecerá demográficamente más que China, aunque no acaba de tener su misma proyección global.

Para constituir un concierto, además de la voluntad de los interesados, es precisa la existencia de seis potencias globales. Tan solo existen dos y no muy bien avenidas.


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