Xi Jinping y la revolución de 1917

Monumento a Lenin en Nanjie (China)

En un reciente artículo del diario Indian Express se señalaba que Xi Jinping, líder del Partido Comunista Chino (PCCh), ha enterrado el espíritu revolucionario de 1917. Y si la revolución rusa no es conmemorada por todo lo alto en la Rusia de Putin, aunque tampoco se oculte el centenario del hecho, menos habría de serlo en la China actual, pese a que Xi Jinping se proclame heredero de Marx, Lenin y Mao.

No puedo estar de acuerdo con esta opinión porque es un enfoque que mira a la revolución rusa desde los estrechos límites de la ideología. Si un régimen se adapta a los postulados clásicos del marxismo-leninismo, es fiel a la revolución. En caso contrario, no lo es. La principal objeción al régimen chino viene del lado de la economía. Su socialismo de mercado, o su capitalismo de Estado, sería la negación de unos dogmas económicos que apuestan por el colectivismo y rechazan la propiedad privada de los medios de producción. Pero otra objeción al PCCh es que no parece tener deseos de exportar su sistema político-económico al resto del mundo, algo que el maoísmo sí pretendía hacer.

Pese a todo, cualquier mínimo conocedor de los hechos históricos puede llegar a la conclusión de que sin la revolución de 1917 no hubieran sido posibles los actuales regímenes ruso y chino. En el caso de Rusia, la revolución puso fin a un sistema frágil en todos los aspectos, el de los zares, y convirtió al país, ya bajo las siglas de la URSS, en una potencia global como nunca lo fue en su historia anterior. En consecuencia, la URSS no puede ser vista en la Rusia de Putin como una herencia negativa y vergonzante, tal y como pueda serlo el pasado comunista en países de Europa central y oriental. El comunismo sirvió para superar el estatus de potencia regional, al que Rusia volvió en la posguerra fría.

En China la palabra revolución despierta una cierta desconfianza, pues es sinónimo de inestabilidad y luchas internas, tal y como fue la revolución cultural de la época maoísta. Pero esto no quiere decir que en Pekín no se valore la revolución de 1917, que resultó una valiosa herramienta para la transformación de China en una gran potencia. La revolución leninista trastocó las estructuras de un país de mayoría campesina y de escasa industrialización, y en el que no arraigaban las ideas de la democracia liberal. Al zarismo le sustituiría un poder todavía más fuerte y centralizado. La China de 1917 presentaba similitudes sociales y económicas con Rusia, pero aunque era una república, después de la revolución nacionalista de 1911, las ideas democráticas occidentales tampoco triunfaron, pues la corrupción y la inestabilidad provocada por los señores de la guerra se habían adueñado del que en tiempos fueran un poderoso imperio. De ahí que la fundación del PCCh en 1921 fuera una cuestión de oportunidad para quienes defendían el nacionalismo y el antiimperialismo. De hecho, la manifestación estudiantil del 4 de mayo de 1919 en Pekín, dirigida contra un mundo organizado exclusivamente por Occidente durante la conferencia de Versalles, es conmemorada especialmente en la China de hoy y es considerada como uno de los primeros indicios del despertar del coloso chino. En China el nacionalismo y el comunismo son inseparables. El comunismo, desde los tiempos de Mao, ha demostrado ser más nacionalista que el nacionalismo del Kuomintang que se opuso a los maoístas en la guerra civil de 1947 a 1949.

La revolución de 1917 no se conmemora en China con grandes fastos, aunque sirve para justificar el “socialismo con características chinas”. Lo recordaba Xi Jinping en su reciente discurso durante el XIX Congreso del Partido: la revolución sirvió para fundar el PCCh con sus aspiraciones de independencia nacional, liberación, prosperidad y fidelidad. En su arsenal ideológico, el PCCh no deja nada de lado, y también recordará en mayo de 2018 el bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Un presidente chino que visite Alemania probablemente no deje de visitar la casa natal de Marx en Tréveris y si viaja a Londres, quizás tenga tiempo de rendir homenaje ante su tumba al fundador del marxismo. Por cierto, el último dirigente ruso que visitó la casa de Marx fue Brézhnev en el lejano 1978.

El régimen soviético tiene mucho que enseñar a los gobernantes chinos, sobre todo en el aspecto de la centralización del poder acompañado de una disciplina de hierro. No es necesario que el máximo líder chino tenga la crueldad de Stalin. Lo más parecido a eso fue la revolución cultural, sufrida por el propio Xi y por su padre, y es tiempo de pasar página. El líder no debe de infundir miedo en el conjunto de la población, como podía suceder con Lenin o Stalin. Antes bien, debe de gozar de un auténtico favor popular porque lucha contra la corrupción, quiere mejorar el nivel socioeconómico y colocar a China en el primer puesto de las potencias globales. Este es Da Xi, el tío Xi.

Por lo demás, estudiar el régimen soviético sirve además para no repetir sus errores. Hace unos años, una comisión de expertos, en la que participaba Xi, llegó a la conclusión de que el ejército soviético no había sabido defender al régimen en sus horas críticas. No era un ejército sovietizado o ideologizado. Así se explica la casi total pasividad de los militares ante el golpe de los comunistas radicales que intentó frenar en vano las reformas de Gorbachov en el verano de 1991. Dos años antes, los carros de combate chinos actuaron de forma muy diferente en la plaza Tiananmén. Nada habría que temer mientras el PCCh siga controlando el gobierno, el ejército, la sociedad y la educación. Este enfoque es muy leninista y no se explicaría sin el triunfo de la revolución de 1917.

Ni que decir tiene que el régimen chino es incompatible con la democracia liberal, pero esto no implica que los dirigentes comunistas pretendan exportar su revolución o presentarse como los guardianes de un paraíso proletario. En su opinión, exportar un modelo ideológico, como ha hecho EE.UU., solo puede traer quebraderos de cabeza a quienes lo hacen y llevar a aventuras exteriores de incierto desenlace. Por el contrario, el objetivo de Xi Jinping es el “sueño chino”, que apunta a restaurar una antaño poderosa civilización bajo el liderazgo del PCCh. Desde esta perspectiva, China puede ser un modelo para nacionalismos autoritarios y populistas que quieran distanciarse de Washington.


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