La ONU no es un palacio encantado

El libro No Enchanted Palace, (Princeton University Press, 2009) del historiador norteamericano Mark Mazower, resulta de oportuna lectura ante el 70º aniversario de la fundación de las Naciones Unidas (26 de junio de 1945). Toma su título de un pasaje del discurso de Lord Halifax, representante británico en la Conferencia de San Francisco de 1945, y pretende salir al paso de una extendida creencia: la de que la organización mundial surgió como un ente novedoso de las cenizas de la II Guerra Mundial y con el objetivo de salvaguardar la paz por medio de la creación de un nuevo orden global superador de los estrechos intereses de los Estados.

Según Halifax, la nueva organización no era ningún “palacio encantado”, capaz de traer al mundo la paz por arte de magia. Era un instrumento que demostraría su utilidad si los hombres se tomaban en serio el objetivo de la paz y estaban dispuestos a hacer sacrificios por ella.

Mazower no menciona en ningún otro momento de su obra a Halifax, pero sabemos por la historia que este ex ministro británico de Asuntos Exteriores no era precisamente un defensor de cosmopolitismos o internacionalismos. Antes bien, representó en su momento a los partidarios de la política de apaciguamiento frente a Hitler, en contraste con Churchill, otro político conservador que defendía lo contrario. Halifax era el típico representante del viejo Imperio británico, que se resistía a desaparecer a mediados del siglo XX, y esos eran los intereses que representaba en la Conferencia que daría origen a la ONU.

Con la cita de uno de los discursos de este político, Mazower pretendería decirnos que las Naciones Unidas no nacieron como un foro mundial por encima del tradicional marco de las soberanías estatales. Las grandes potencias, primero, y la multitud de nuevos países independientes, después, coincidirían en la defensa a ultranza de sus intereses como Estados soberanos. Pero el historiador va más allá: la ONU no surgió como un instrumento para la descolonización sino que en sus orígenes ideológicos, algunos de sus impulsores pretendían preservar los imperios coloniales.

Mazower asume una tesis original, aunque coincidente con las evidencias: la ONU guardaba una estrecha relación con la Sociedad de Naciones. Era su continuadora plena, aunque desde el principio se pretendiera negarlo, dado el desprestigio acumulado por aquella organización que tuvo su sede en Ginebra. Algunos de sus impulsores, que defendían la continuidad de los imperios coloniales, habían sabido combinar hábilmente la retórica universalista de la paz y los derechos humanos con la consolidación de un directorio de grandes potencias.

El primero de los capítulos de No Enchanted Palace se centra en el ex primer ministro sudafricano Jan Smuts, veterano de la guerra de los boers contra los británicos y que tras la derrota, fue un fervoroso converso del imperialismo. Pero también fue uno de los creadores de la Sociedad de Naciones y un defensor, dados sus orígenes políticos, de la supremacía racial blanca, pues consideraba la segregación racial como el instrumento más adecuado de civilización. Aseguraba que la civilización europea debía extenderse al continente africano. Paso obligado para ello sería que un Estado federal como Sudáfrica extendiera su soberanía a otros territorios africanos del Imperio británico. Las futuras Naciones Unidas, en cuyos preliminares participó Smuts durante la II Guerra Mundial, acogerían en su seno la nueva estructura federal.

Sin embargo, el político sudafricano, que ya había cumplido 75 años en aquella época, no supo percibir el creciente rechazo de la opinión pública internacional hacia el racismo y el colonialismo, sobre todo en Gran Bretaña y EE.UU. Tampoco fue consciente de que grupos de oposición en su país, como el Consejo Nacional Africano, representante del nacionalismo de la mayoría negra, habían tomado buena nota de la Carta del Atlántico, documento precursor de la ONU suscrito por Roosevelt y Churchill en 1941, y exigían el cumplimiento de las promesas de libertad y justicia que en ella se contenían. No se conformarían con referencias a supuestas federaciones civilizadoras.

Sin embargo, Smuts se aferraba a los cambios de terminología contenidos en la Carta de la ONU: los mandatos pasaban a ser fideicomisos, y las colonias, territorios dependientes. Desde esta perspectiva, Sudáfrica pretendió anexionarse África del Sudoeste, actual Namibia, pero se encontró con la radical oposición de la mayoría de los Estados de la ONU.

Smuts seguía moviéndose en un difuso mundo de ideas puestas al servicio de los intereses nacionales. Una visión hegeliana de la Historia, el panteísmo de los poemas de Walt Whitman y un biologismo de raíces decimonónicas eran su bagaje ideológico. Resultaba inadecuado para hacer frente a esa gran apoteosis de los nacionalismos que fueron los procesos de descolonización.

Si Smuts es casi una curiosidad del pasado, las ideas de Alfred Zimmern, uno de los pioneros del estudio de las relaciones internacionales, no han perdido del todo actualidad por su defensa del “imperialismo de la libertad”. Veía en la antigua Grecia, y en particular en la democracia ateniense, el antecedente de la Commonwealth británica. Zimmern militó en el partido laborista británico y era un hombre de Oxford, universidad conocida por su culto al mundo grecorromano, del que saldrán embebidos numerosos políticos y diplomáticos de principios del siglo XX. Si a esto añadimos el influjo kantiano, en el que se combinan razón, virtud y libertad, tendremos los rasgos más sobresalientes de sus ideas.

Zimmern aseguraba que la Atenas clásica debía servir de modelo a cualquier organización universal que pretendiera fomentar la paz y la seguridad. Si no existía el “helenismo” en las relaciones internacionales, el mundo conocería el retorno a edades oscuras. No le bastaba el mero estudio del Derecho Internacional, reducido en el fondo a labores de codificación, pues la vida internacional debía estar impregnada de un sentido ético.

Esto explica que su visión de la Sociedad de Naciones fuera la de una liga de las democracias, idea que hizo extensiva a la naciente ONU. Sin embargo, ambas organizaciones universales nunca fueron un concierto de las democracias. Es significativo que en la Carta de la ONU la expresión “democracia” brille por su ausencia, aunque abunde la palabra “paz”. De ahí se deduce que no sería un requisito imprescindible el tener un régimen democrático para formar parte de dichas organizaciones. La “igualdad soberana de los Estados” sería un principio prevaleciente sobre otros muchos.

El rechazo de Zimmern al relativismo moral le llevó a considerar que EEUU era el país defensor de los valores que no habían llegado a cristalizar en la Commonwealth británica, que él había propugnado años antes. Así lo recoge en Atenas y América (1946), de título significativo, donde se alaba a la nueva Atenas que lucha por la libertad contra el despotismo de la URSS, encarnación moderna de la antigua Persia. No obstante, en esos años de posguerra, Zimmern seguía creyendo en las Naciones Unidas, y estaba convencido de que la educación y la cultura podían transformar el mundo para la democracia. Luego se desengañaría al creer que la ONU no representaba los valores liberales y contemplaría en EE.UU. la “nación indispensable”, el Imperio de la libertad, una potencia que trabaja para el bien, muy diferente a los viejos imperios europeos.

No lo subraya el libro de Mazower, pero Zimmern influirá en el conservadurismo americano. Recordemos la lucha de la Administración Reagan contra el “nuevo orden mundial de la información” de la UNESCO, y sobre todo la actuación de la primera Administración de George W.Bush, donde se desarrolló la teoría del “eje del mal”, por no olvidar la propuesta del senador John McCain para la formación de una liga de las democracias. En todos estos casos, hay un cierto rechazo de la trayectoria de las Naciones Unidas, que habrían dejado de ser un encarnación de la libertad para convertirse en un foro en el que abundan los regímenes autoritarios.

El tercer capítulo de la obra de Mazower se centra en el tema de las minorías nacionales y el derecho de autodeterminación, que fue asumido desde el primer momento por la Sociedad de Naciones. No obstante, la autodeterminación estaba pensada, sobre todo, para Europa Central y Oriental, no para los pueblos colonizados. Por lo menos, la Sociedad se preocupó del problema, pero no así las Naciones Unidas, que durante décadas rehusó abordarlo.

Tampoco se mencionan los derechos de las minorías en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Habría que esperar a 1992, terminada la guerra fría, para que la Asamblea General adoptara una resolución sobre las minorías nacionales. Como bien dice Mazower, las Naciones Unidas representan el triunfo de los nacionalismos, lo que ha llevado irremediablemente a la autodeterminación, sin condicionamientos kantianos de por medio, y esto dio al traste con el esquema confederal que, en un principio, franceses y británicos concibieron para sus colonias. Fueron más fuertes los nacionalismos y las ideologías sustentadas en ellos como el panarabismo y el panafricanismo.

El capítulo final de No Enchanted Palace se refiere a cómo las Naciones Unidas se transformaron en una organización global. Si los impulsores europeos de la ONU habían creído que los imperios coloniales podían prevalecer, se equivocaban. Los nuevos países independientes afroasiáticos ponían de manifiesto que el papel de Europa quedaba en un segundo plano. El número de miembros de la organización no dejaba de crecer. De los 51 originarios en 1945, se pasó a 107 en 1965, y a 193 en la actualidad.

Mazower se centra en un acontecimiento que ilustró el ascenso de los países emergentes. La India, liderada por Nehru, denunció en la ONU, en 1946, la política de segregación de las minorías indias en Sudáfrica. El primer ministro indio acudió a la Asamblea General, con la convicción de que la Commonwealth, que supuestamente encarnaba valores de libertad y autogobierno, no iba a reaccionar de modo contundente ante la actitud de uno de sus miembros. Consiguió de la Asamblea una resolución condenatoria con 32 votos a favor de un total de 52.

En cualquier caso, y pese a la existencia de un foro universal como la ONU, el mundo no deja de ser un planeta de Estados soberanos que interactúan entre sí. La aparición de potencias emergentes como los BRICS ha marcado una tendencia para el siglo XXI. La noción de comunidad de valores, defendida por Alfred Zimmern, parece quedar bastante lejos, pese a la sensibilidad universal por los derechos humanos y las libertades fundamentales.

 


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