La tragedia de Bachar el Asad

La política internacional guarda una estrecha relación con la tragedia y no es exagerado ni retórico relacionar lo uno con lo otro. Shakespeare no escribió sus obras pensando en Milosevic, Gadafi o Sadam Hussein, aunque el carácter universal del tirano aferrado a su trono de sangre es válido para todos los tiempos. Bachar el Asad no se libra tampoco de esa dimensión trágica de conservar el poder a toda costa, y su trayectoria vital está marcada por un fatalismo del que difícilmente podrá escapar. Hay dirigentes políticos nonagenarios como el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, que, pese a las presiones internacionales y la oposición interna, han eludido el papel de Macbeth y viven complacidos en su particular otoño del patriarca. No es el caso de Bachar, el hijo oftalmólogo del general Hafez al Asad, hombre de carácter tímido y reservado, que se vio alzado a la presidencia de Siria tras la muerte accidental de un hermano. El escritor sirio Nihad Sirees se lo imaginaba en un reciente artículo tumbado en su lecho, concentrado en su Ipad, donde intentaría animarse con las webs que defienden su política, y en la misma situación de Macbeth, el hombre que había matado el sueño, no tanto por los remordimientos sino por el miedo a perder el poder.

Pero antes de ser Macbeth, hubo un momento al comienzo de su presidencia, en el que Bachar interpretó el papel de Hamlet, pues se le veía vacilante sobre el rumbo a seguir. Se habló entonces de una “primavera de Damasco”, en la que las reformas económicas en un sistema de planificación estatal deberían ser el preludio a una apertura política. En 2001 los gestos de un Bachar cercano a las multitudes, en un intento de superación de su timidez, hicieron albergar ciertas esperanzas, aunque la lógica represora de un poder asentado durante décadas, sustentado por una minoría alauí que abrazó el nacionalismo panarabista, cortó pronto las ilusiones, las de muchos sirios, pues ni siquiera EEUU debió de perder la esperanza, sobre todo si tenemos en cuenta que hace algunos años Hillary Clinton todavía trataba a Bachar de “reformador”. Llegó un momento en el que Bachar el Asad dejó de pensar en tomar iniciativas por sí mismo y empezó a preguntarse qué hubiera hecho su padre en su lugar, sin valorar por entero que en esta era de nuevas tecnologías es imposible escapar de las miradas del exterior. La tragedia de Bachar es que no podía apartarse de la política de su padre, no sólo porque su círculo cortesano se lo habría impedido sino también porque el propio poder estaba amenazado.

Añadamos que Nicolas Sarkozy también tomaba sus deseos por realidades: quería alejar al presidente sirio de la influencia iraní, impulsarle a un acuerdo de paz con Israel y darle un papel en su iniciativa de la Unión por el Mediterráneo. El carácter laico del régimen sirio era, por lo demás, una especie de seguro contra el integrismo islamista, una apuesta más por la estabilidad que por una problemática democracia. Así quisieron verlo EEUU y Francia, que hoy son los principales defensores de un ataque contra Siria.

Aún en medio de una cruenta guerra civil, Bachar sigue esgrimiendo el mensaje de que está luchando contra el terrorismo y que él es la única alternativa a la implantación de un régimen islamista, algo que una Rusia, repetidamente golpeada por terroristas, está dispuesta a creer para preservar sus intereses en el país árabe. Mas la realidad es que Bachar el Asad ya no es el presidente de toda Siria, pues sus fuerzas sólo controlan Damasco y un corredor que enlaza la capital con la costa mediterránea en un área de población alauí. Tal y como afirma David Blair, un veterano corresponsal británico, sólo puede aspirar a ser el principal señor de la guerra en un país dominado por otros señores de la guerra. Con todo, se aferra a su legitimidad, lo mismo que Sadam Hussein, después del conflicto del Golfo, que cantaba victoria ante su pueblo, pese a que americanos y británicos le impusieron dos zonas de exclusión aérea.

La dinámica de la tragedia alcanza también a Barack Obama, al que algunos analistas han calificado de Hamlet de la Casa Blanca. Puede atacar en solitario para recuperar la credibilidad de la superpotencia, aunque no debería olvidar que la credibilidad se demuestra por los resultados, y no por los meros hechos. Los bombardeos ordenados por Clinton en 1998 sobre Afganistán, Sudán e Irak no sirvieron para derribar los respectivos regímenes sino que fueron represalias limitadas. Se ha dicho que el ataque a Siria sólo tendría la finalidad de que no volvieran a utilizarse armas químicas contra la población civil y de que no se busca un cambio de régimen, pero EEUU también es consciente de que la propaganda de un gobierno árabe, como en los casos de Nasser y Sadam, suele revestir las pérdidas humanas y materiales de “resistencia heroica”. ¿Pasaría, entonces, la tragedia siria por la muerte de Bachar el Asad?


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