Egipto y la política exterior europea

La diplomacia europea se ve obligada a tener algún tipo de reacción frente a los acontecimientos de Egipto. No será difícil adoptar alguna posición común limitada a la suspensión de programas de cooperación económica o a otras sanciones, pero es reducida la posibilidad de que estas medidas contribuyan al fin de la violencia y el retorno del proceso democrático. Si EEUU tiene poca capacidad para influir en los acontecimientos, pues está maniatado por sus intereses respecto al canal de Suez e Israel, Europa tiene menos posibilidades de influencia. Los gobernantes europeos lo saben sobradamente, aunque tampoco pueden quedarse callados. Evitaron en cualquier comunicado, al igual que Washington, emplear el término “golpe militar” y quisieron mediar entre los militares y los Hermanos Musulmanes para reconducir el proceso democrático. No fue la diplomacia europea la única con intención mediadora, pues también lo intentaron EEUU y algunos Estados árabes sin éxito, pues el partido islamista se aferró a la legitimidad de las urnas y no se mostró dispuesto a ceder, mientras que los militares perdieron la paciencia ante quien cuestionaba su autoridad.

En cualquier caso, Europa se ve esforzada escenificar una respuesta política ante las masacres en Egipto, pero está muy lejos de ser una alternativa creíble a la diplomacia americana. Hay analistas como Jean Marie Colombani, vinculado al diario Le Monde, que partiendo de un dicho cierto como el de “la naturaleza aborrece al vacío”, hacen un llamamiento a los dirigentes europeos para llenar el vacío que supuestamente estaría dejando EEUU en Oriente Medio tras el aumento de las posibilidades de recuperar su independencia energética. Es apresurado decir que Washington se retirará de la región, pues el futuro de  Israel está vinculado a sus intereses, pero de ahí a pensar que Europa puede ocupar su lugar, media un abismo. La política europea en el Mediterráneo ha pasado siempre por una defensa de la estabilidad lo que  implicaba una cuantiosa inversión económica en la orilla sur, que no necesariamente garantizaba una situación estable sino la perpetuación de un statu quo político y social  que, tarde o temprano, se rompería con las revueltas de la Primavera Árabe, en las que los hechos demostrarían que la democracia legitimada por las urnas no supone por sí misma el triunfo de los derechos humanos y del Estado de Derecho, valores en los que se fundamenta la Unión Europea. Sin esos valores, Europa es poco más que una gran área de libre comercio, un espacio que ha servido para construir la paz entre los pueblos europeos, pero que tiene una gran carencia: no es capaz de exportar sus valores más allá de sus fronteras en un mundo en el que los soberanismos y nacionalismos marcan la pauta. En un tiempo de autoafirmaciones nacionalistas, nadie quiere hablar de cesiones de soberanía para alcanzar la paz, siguiendo el método practicado por el proceso de integración europea. El internacionalismo liberal de Europa es poco exportable, sobre todo porque carece de los instrumentos necesarios para hacerse respetar. Los nacionalismos fuera de Europa viven todavía en una edad heroica y desprecian el Estado post-heroico que les propone la Unión Europea.

Con todo, en Europa se oyen de continuo voces de preocupación ante el desajuste entre una Europa gigante en lo económico y lo comercial, y otra pigmea en lo político y lo militar. Analistas de  toda tendencia claman por el aumento de las capacidades diplomáticas y militares europeas, pero sus gritos chocan contra el muro de la falta de voluntad política de los Estados, que a veces toman como excusa la crisis para la inacción. Sin embargo, una Europa gran potencia político-militar choca de raíz con sus primitivos orígenes. La Europa preconizada por Churchill en su célebre discurso de Zurich en 1946 era “una gran Suiza libre y feliz”. En un planteamiento economicista y de  Estado del bienestar no caben las grandes aspiraciones en política exterior y de seguridad. Sólo cabe una diplomacia en la que se intenta construir la paz por medio del comercio, una idea kantiana y de un racionalismo fundamentado en que los conflictos no estallan si el bienestar económico está garantizado. Por desgracia, los conflictos tienen sus raíces en la irracionalidad. Un racionalismo muy del siglo XVIII puede darse de bruces con un nacionalismo del estilo del siglo XIX.

El gran obstáculo para una eficaz política exterior de Europa no es sólo la variedad de intereses y aspiraciones de los 28 miembros de la Unión. Es, sobre todo, que los pueblos europeos, en su afán de conjurar un pasado siniestro de guerras y revoluciones, han decidido, consciente o inconscientemente, hacer suyo el lema de Cándido, aquel personaje de Voltaire que, tras muchos viajes y penalidades, llegó a la conclusión de que “lo único que hay que hacer es cultivar nuestro jardín”.  Cultivar el jardín europeo y plantar una cerca que nos proteja de las mareas del exterior.


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