Afganistán: crónica de una retirada anunciada

Soldados norteamericanos en Afganistán, enero 2013

Una noticia reciente y escueta, aunque a la vez muy esclarecedora: los talibanes están dispuestos a reducir la violencia en Afganistán en los días previos a la firma de un acuerdo para la retirada progresiva de las tropas estadounidenses, en paralelo a un diálogo político entre las partes afganas en conflicto.

Según la noticia de AFP, Washington querría un compromiso por parte de los talibanes de que no darán ayuda ni prestarán refugio en su país a grupos yihadistas. Es de esperar que la insurgencia afgana llegue a suscribir esta promesa. Hubo un tiempo en que acogieron a Osama bin Laden y no quisieron entregarlo a los norteamericanos tras los atentados del 11-S. Podría decirse que sería un atentado contra el deber de hospitalidad. En cambio, una promesa como la citada anteriormente, es difícil que tenga el mismo rango moral para los talibanes, pues, llegado el caso, incumplirla no sería deshonroso si se trata de ayudar a unos creyentes en la misma fe. Pero tampoco cabe esperar, tras más de dieciocho años de guerra y presencia militar norteamericana, que la Administración Trump proponga unas garantías muy exigentes para que esa promesa se lleve a cabo. Antes bien, si la promesa no se cumpliera, en ciertas mentalidades, no solamente orientales, no se asociaría con la mentira sino con la astucia, una cualidad del gobernante para engañar al enemigo, pues es evidente que los talibanes aspiran a regresar al poder y a quedarse en él, y no a convertirse en un partido más del sistema político de Afganistán.

Si el acuerdo entre los norteamericanos y los talibanes se materializa pronto, la Administración Trump sale beneficiada. Obama aún tenía sus escrúpulos para distinguir entre la “guerra buena” (Afganistán) y la “guerra mala” (Irak). Durante su mandato, el antecesor de Trump intensificó el esfuerzo militar, y el uso de drones, y ni siquiera el general Petraeus, que había conseguido éxitos en Irak aprovechando las desavenencias de los adversarios, pudo sacar nada en claro en el más complicado escenario afgano. Al principio del mandato de Trump, se habló de que EE.UU. redoblaría el esfuerzo militar en el país asiático, pero poco a poco las aguas volvieron a su inactivo cauce. En cambio, en 2020 la retirada de los 13.000 militares norteamericanos, aunque llegó a haber más de 100.000, es un hecho que no tendrá vuelta atrás.

La retirada es una ruptura abierta con el excepcionalismo norteamericano, con la idea de que EE.UU. podría exportar la libertad y la democracia al mundo. Pero esta idea, una constante de la política exterior estadounidense en la mayor parte del siglo XX, ya fue cuestionada por Obama, a finales de su primer mandato, cuando afirmó que las tareas de nation building había que hacerlas no en países extranjeros sino en el propio territorio norteamericano. Trump habría suscrito plenamente esas palabras, aunque seguramente se habría apropiado su autoría. Por lo demás, la retirada de EE.UU. cuestiona el papel de las organizaciones internacionales en Afganistán en tareas de mantenimiento de la paz y de reconstrucción posconflicto. Cabe recordar que en 2015, en el transcurso de una visita de tres días, la embajadora Marriet Schurmann, representante especial del secretario general de la OTAN para las mujeres, la paz y la seguridad, dijo que las mujeres son clave para la paz y la seguridad en Afganistán. Parece que eso sucedió en otra época. No es extraño que algunas organizaciones de mujeres expresen su inquietud por las conversaciones entre Washington y los talibanes, pues están convencidas de que cualquier acuerdo se traducirá, tarde o temprano, en la limitación de los derechos femeninos, se quiera o no. Han dado conocer sus temores, aunque solo han encontrado el silencio o una actitud que expresa resignación.

Los talibanes no solo esgrimen sus ideas integristas, que, por ahora, han pasado a un segundo plano. Hacen también una fuerte demostración de nacionalismo, pues asumen el papel de luchadores por la independencia nacional y contra la intromisión extranjera. Su objetivo final sigue siendo la restauración del emirato de Afganistán, existente hasta la intervención militar occidental de septiembre de 2001. La Administración Bush, que obtuvo el apoyo de las Naciones Unidas, pretendía señalar un blanco de ciertas dimensiones para responder a la siempre difusa amenaza terrorista. En cambio, el pretender hacer otro tanto en Irak se tradujo en un fracaso cuyas consecuencias aún no se han apagado. Ahora toca el fracaso en Afganistán, pero no será vendido así. También en Vietnam, con los acuerdos de paz de París de 1973, la Administración Nixon quiso alejar la percepción de derrota o de fracaso. Sin embargo, los manuales de historia son inexorables: EE.UU. perdió la guerra de Vietnam, aunque no fuera directamente en el campo de batalla.

¿Fracaso? Puede que haya estrategas en la Administración Trump que lo vean como una “ventana de oportunidad”. Si Afganistán cae en manos de los talibanes, el problema no debería ser para EE.UU. sino para Rusia, China o la India, muy sensibles a las amenazas del terrorismo integrista que les ha golpeado muchas veces en sus propios países. El problema es de ellos y no merece la pena que muera por ello ni un solo militar norteamericano. Con todo, es conveniente para los intereses de Washington, a cambio de la retirada de sus soldados, que los talibanes suscriban algún tipo de compromiso de no ayudar a los yihadistas extranjeros.


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