La desestabilización de Arabia Saudí

El príncipe saudí Mohamed ben Salman con el presidente de EE.UU. Donald Trump
en la Casa Blanca (14-03-2017)

El atroz asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi ha sacudido a EE.UU. y a Europa Occidental desatando el debate de las complejas relaciones con el reino saudí. En el caso norteamericano, se remontan a los tiempos de Franklin D. Roosevelt, que se entrevistó el 14 de febrero de 1945 con Abdelaziz Ibn Saud, fundador de la dinastía, a bordo del crucero USS Quincy en aguas del canal de Suez. El coronel William A. Eddy, promotor e intérprete de aquella entrevista, era un arabista reconocido, vinculado a la Universidad Americana de Beirut, y que facilitó a su presidente una imagen un tanto idealizada de Ibn Saud, una especie de “rey pastor” que había unificado a las tribus de Arabia.

Poco después, aparecieron los grandes yacimientos de petróleo y Eddy opinó que había que establecer rápidamente una alianza entre norteamericanos y saudíes, pues el Imperio británico estaba eclipsándose en Oriente Medio y la Rusia soviética intentaría llenar su lugar, dado el constante propósito de su diplomacia de acceder a mares cálidos. En cualquier caso, ni a Eddy, ni tampoco a otros muchos norteamericanos, parecía inquietarles que el sistema feudal saudí resultara incompatible con los valores de EE.UU. Intereses energéticos, anticomunismo y estabilidad: a esto se reducía el concepto de seguridad de Washington en la región durante la Guerra Fría.

La muerte de Khashoggi ha puesto a prueba de nuevo esta alianza, aunque el momento histórico en que resultó más cuestionada fue el 11 de septiembre de 2001. Los ataques terroristas contra EE.UU. fueron perpetrados por diecinueve individuos, y quince de ellos tenían nacionalidad saudí. Desde la opinión pública norteamericana se ha visto a Arabia Saudí bajo sospecha, pese a los esfuerzos de todos los gobiernos de turno de preservar la vieja alianza por encima de todos los acontecimientos y de todas las contradicciones.

De hecho, el legislativo aprobó una ley contra los patrocinadores del terrorismo, que permite a un ciudadano estadounidense demandar a un Estado extranjero sospechoso de tener vínculos con los terroristas. No es un secreto que los legisladores tenían en mente a Arabia Saudí. La ley se aprobó en diciembre de 2016, antes del comienzo del mandato de Trump, y cabe preguntarse si hubiera habido un veto presidencial en caso de que la norma se hubiera aprobado semanas después.

Por otra parte, hay más motivos para las reticencias hacia los saudíes: no aceptan la reciprocidad en materia de libertad religiosa, y además las imágenes de los bombardeos indiscriminados sobre la población yemení tampoco ayudan demasiado. No ha sido una campaña militar rápida ni ha pasado desapercibida. Un ejemplo más del eterno espejismo que sufren aquellos Estados que lo supeditan todo al poder aéreo y son reacios a emplear tropas de tierra con el propósito de ahorrar bajas, aunque exista el riesgo de perpetuar el conflicto.

Quienes mataron a Khashoggi han puesto además en riesgo el complicado equilibrio geopolítico de Oriente Medio. Unos lo interpretarán como un error garrafal del poder saudí, si realmente ha ordenado esa muerte, y cabría aplicarle la conocida expresión de Fouché dirigida a Napoleón. El asesinato de un miembro de la casa de Borbón, el duque de Enghien, exiliado en Alemania, fue calificado por aquel oportunista ministro del emperador no solo como un crimen sino sobre todo como un error. Estaríamos ante una escasa valoración de las repercusiones del hecho ante la opinión pública mundial; pero si el asesinato tuviera su origen en las luchas entre clanes que han caracterizado siempre al régimen saudí, el desequilibrio geopolítico sería el mismo.

El principal beneficiado de cualquier crisis que afecte a Arabia Saudí es Irán. Con el debilitamiento del poder saudí, Irán afianza sus posiciones en la región, y las monarquías petroleras del Golfo ven aumentar sus inquietudes, con la excepción de Qatar, apoyado por Teherán frente al boicot iniciado hace más de un año por sus vecinos árabes, y quizás haya también que incluir al sultanato de Omán, que cuida mucho sus relaciones con los iraníes. La Turquía de Erdoğan, deseosa de recuperar su histórica primacía en el mundo musulmán, tampoco lamentará la crisis saudí, sin contar el agravante de que el asesinato de Khashoggi se ha producido en la propia Estambul.

Pero quizás el país que se sienta más inquieto es Israel. El entendimiento con los saudíes y otros Estados del Golfo tiene su raíz en un enemigo común que es Irán. Toda ventaja para Irán sería un paso más hacia ese enfrentamiento directo –porque ha sido indirecto en el conflicto sirio– entre iraníes e israelíes que algunos analistas pronostican desde hace tiempo.

Con todo, quien más sufre la desestabilización es Arabia Saudí. La fulgurante ascensión de Mohamed ben Salman, un príncipe de treinta y tres años, con todo ese ambicioso proyecto de modernización del país que es Visión 2030, será abiertamente cuestionada, y no debemos olvidar que su padre, el rey Salman tiene ochenta y tres años. Y otra vez las comparaciones históricas: quien quiera sustituir un gobierno colegiado de décadas, algo que podría calificarse de monarquía electiva, por un poder personal se arriesga a que los clanes rivales hagan todo lo posible por revertir la situación. En este sentido, la muerte de Khashoggi es una oportunidad para ellos. De ahí la insistencia del poder en demostrar quién manda dando un castigo ejemplar a los supuestos implicados en el asesinato del periodista, que, evidentemente, nunca serán extraditados a Turquía. Es una cuestión no solo del conocido principio de soberanía nacional, que impide extraditar a los propios nacionales, sino la demostración de que esto es asunto que ha de dirimirse exclusivamente en los círculos del poder saudí. Este, llegado el caso, puede hacer caer en un futuro no muy lejano al joven príncipe, que no ha dejado de crearse enemigos en muy poco tiempo, con tal de preservar la estabilidad de la casa de Saud.


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