No hay lugar para Rusia en Europa

William Hill, diplomático norteamericano retirado, especialista en seguridad internacional y en la evolución reciente de Rusia, acaba de publicar un libro, No Place for Russia: European Security Institutions since 1989 (Woodrow Wilson Center/Columbia University Press), en el que se muestra convencido de que no existe espacio para Rusia en Europa. Se diría que la vieja disputa del siglo XIX entre eslavófilos y occidentalófilos, propia de los intelectuales rusos del XIX, se ha saldado a favor de los primeros. Podría asegurarse además que Eurasia ha triunfado sobre Europa.

No obstante, habrá quien se lamente diciendo que al final de la guerra fría se perdió la oportunidad de incorporar a Rusia a Occidente, del mismo modo que se hizo con Alemania después de 1945. La comparación no se ajusta a la realidad: Alemania era antes plenamente Europa, aunque durante algún tiempo había hecho tabla rasa de los valores que fundamentan la identidad europea.

En cambio, Rusia ha tenido una evolución histórica en la que ni se ha integrado del todo en Europa, pese a formar parte del concierto de potencias establecido en 1815, en el congreso de Viena, ni se ha sentido identificada con Asia, pese a su expansión asiática durante el imperio de los zares. Es más: si preguntáramos a los dirigentes rusos si se consideran europeos, nos contestarían que sí, pero también nos responderían que su concepto de Europa no es el mismo que se pudiera tener en Europa occidental, y menos aún en la UE. Por tanto, decir que EE.UU. y Europa perdieron la oportunidad de integrar a Rusia no se ajusta a la realidad. Antes bien, tenían entonces otras prioridades que prevalecieron sobre los intereses concretos de Rusia.

Nueva guerra fría con Rusia

La crisis política de Ucrania y la posterior anexión de Crimea por Rusia en 2014 pusieron fin de modo abrupto al sistema de seguridad que había prevalecido en Europa tras la caída del comunismo, aunque había indicios suficientes desde la llegada de Putin al poder, sobre todo en su segundo mandato, que hacían prever que Rusia no contemplaría pasivamente ni la ampliación de la OTAN ni las revoluciones prooccidentales en países de la antigua URSS. El optimismo subyacente en documentos como la Carta de París para una nueva Europa (1990), que aspiraba a una “comunidad euroatlántica”, una Europa sin divisiones, “entera y libre” (whole and free), tal y como se leía en los textos diplomáticos de los años 90, se había extinguido progresivamente. De hecho, hoy es frecuente afirmar que vivimos una nueva guerra fría con Rusia.

A la altura de 1992 algunos líderes occidentales pensaban que la formación de una posible Rusia democrática y no imperialista resolvería todos los problemas de la seguridad europea. Pero no parecían tener en cuenta la inquietud de Moscú por el destino de los 25 millones de rusos que quedaron en las repúblicas independientes exsoviéticas y por los conflictos desatados en algunas de ellas, sin olvidar que las ansias secesionistas llegaron también a territorio ruso, como en el caso de Chechenia. Los discursos sobre democracia y economía de mercado interesaban menos a los rusos que las amenazas latentes desde la óptica de la geopolítica tradicional, esa que algunos países de la UE han considerado como cosas de tiempos pasados. Esta percepción rusa es la que se impuso, y no la del supuesto fomento de la democracia por medio de la expansión de la OTAN y la UE.

La opción que alejó a los rusos

¿Cómo hemos llegado a la situación actual? Hill parece tener razón en que no ha sido algo deliberadamente buscado. Lo cierto es que elegir una opción supone siempre descartar otra. Desde el momento en que se perseguía integrar en Occidente a la Europa que había formado parte, a su pesar, del bloque soviético, Rusia iba quedar necesariamente desplazada. Pero los occidentales solo podían ofrecer a Rusia participación en foros como el Consejo OTAN-Rusia, en el que Moscú solo tendría voz, pero no capacidad de veto, en los asuntos de la seguridad europea. No se le ofreció formar parte de la OTAN, ni mucho menos de la UE. Su descomunal tamaño hacía imposible estas opciones, se llegó a decir. Pero tampoco Rusia estaba deseando que se las ofrecieran, aunque, por arte de magia, se hubiera convertido de la noche a la mañana en un país homologable a los occidentales. Más allá del hecho de tener o no un sistema democrático liberal, la percepción rusa de la seguridad gira en torno a la reafirmación de su soberanía estatal y en una visión de la geopolítica que necesita tanto de unas fronteras seguras como de una relación amistosa, o si se quiere de influencia, con sus vecinos, en particular si en esos países viven minorías de origen ruso.

William Hill en su libro levanta el acta de defunción del sistema de seguridad europeo tal y como se concibió en la posguerra fría, cuando se asentaba en pilares como la OTAN, la UE y la OSCE. Pero ni él, ni nadie, puede predecir con exactitud qué le sustituirá. La situación en Ucrania apunta a un largo estancamiento del tema. Rusia no quiere la integración de Ucrania en Occidente, y una parte de la población ucraniana oriental, tampoco. Kiev no recuperará la soberanía sobre Crimea y constata que su poder es nominal, y no efectivo, en las repúblicas secesionistas del Donbass. La solución que se apuntaba, hace años, de “finlandizar” Ucrania, es decir hacer de ella un país neutral entre Oriente y Occidente, ya no sirve. El nacionalismo ucraniano clama por los territorios perdidos o no controlados. El resultado, por tanto, es la “moldavización” de Ucrania, un lugar donde hay un conflicto congelado, como el de la república secesionista de Transnistria en Moldavia. Sin una salida al conflicto de Ucrania, definido por un precario cese de hostilidades, no cabe pensar en ningún sistema de seguridad europeo. En consecuencia, hoy por hoy, no hay lugar para Rusia en Europa.


Comments are closed.