La crisis del excepcionalismo europeo

Sigmar Gabriel en la 53.ª Conferencia de Seguridad de Múnich

La 53.ª Conferencia de Seguridad de Múnich, celebrada en la capital bávara del 16 al 18 de febrero de 2018, ha sido testigo del último discurso del ministro de Asuntos Exteriores alemán, el socialdemócrata Sigmar Gabriel. Como es habitual entre los políticos que se marchan, el lenguaje ha sido bastante claro y directo, con una serie de interesantes reflexiones sobre Europa y las relaciones trasatlánticas.

Reconocía Gabriel que durante muchos años la política exterior alemana ha estado vinculada a las relaciones Este-Oeste, incluso más de un cuarto de siglo después de la caída del muro de Berlín. El escenario ahora es global, pero los alemanes, y los europeos en general, son conscientes de que su capacidad de influencia en el mundo se ha reducido. Se habla de que vivimos en un mundo de caos o anarquía, y aunque no sea enteramente exacto, es verdad que los Estados tienen que enfrentarse a unos retos de alcance mundial que van más allá de lo puramente militar o político, pues la dimensión económica y la medioambiental desempeñan un papel importante en el mundo actual, sin olvidar la incidencia de las nuevas tecnologías, del terrorismo o de los llamados “conflictos congelados”.

Desorientación. Esto es lo que subyace en muchos de los discursos pronunciados en Múnich. Y cuando hay desorientación, suele ser frecuente apelar a los valores, aunque son malos tiempos para los valores occidentales, americanos o europeos, pues muchos políticos han caído prisioneros del cortoplacismo que pasa por la próxima cita electoral. No se dan cuenta, como decía en cierta ocasión António Guterres, secretario general de la ONU, que el electorado preferirá casi siempre el original a la copia, los populismos a los partidos tradicionales acomodaticios.

Pero Sigmar Gabriel ya no necesita el veredicto de las urnas. Por tanto, ha podido hablar claro. Para empezar, no es habitual que un político como Gabriel hable de “excepcionalismo europeo”, pues lo frecuente ha es referirse al “excepcionalismo americano”, aunque Donald Trump, que no emplea dicha expresión, piense de forma muy distinta a Ronald Reagan, el presidente al que tanto dice admirar. Su excepcionalismo no es de una nación modelo para otras naciones libres; no es el de la casa de la colina, en expresión de Reagan, alumbrando al mundo. Por el contrario, es el de America First, una consagración del interés nacional que implica que las alianzas estables pasen a un segundo o tercer plano. La excepcionalidad la marca sencillamente la voluntad hegemónica.

En contraste, el excepcionalismo europeo, en la perspectiva de Gabriel, sería la defensa de los valores europeos de la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho. De hecho, en la posguerra fría la ampliación de la UE se consideraba como una contribución a la seguridad democrática en Europa. Supuestamente, la armonización de regímenes políticos contribuiría a la paz y la seguridad. Pero ahora esta visión kantiana de las relaciones internacionales se está quebrando por los conflictos que se suceden en la periferia europea, con sus secuelas de refugiados, y por un euroesceptismo desmoralizador de las sociedades del Viejo Continente, de la mano de unos populismos que apelan a la mitificación de una historia hecha a medida de la política o que tienen un sentido iconoclasta de la justicia.

¿Cómo puede tener influencia mundial una Europa a la que le llueven los problemas internos, muchas veces como consecuencia del ejercicio democrático del voto que da paso a agrupaciones políticas que no creen en la integración europea o simplemente se sirven de ella en función de sus intereses políticos y económicos? Si esto sucede, es porque Europa vive una crisis de sus propios valores. Los defensores de la integración han de convencer al electorado para que no se deje llevar por las soluciones fáciles. Europa vive una crisis de confianza, tal y como apunta Gabriel, y la solución no pasa por fragmentar la UE. La integración pasa por el respeto a todas las sensibilidades, también las de los que han llegado recientemente al club europeo, aunque esto no ha de impedir la existencia, tal y como sucede ahora, de una Europa de distintas velocidades.

“La Unión Europea no fue diseñada para ser un actor global”, ha reconocido Sigmar Gabriel. Su objetivo era la paz y la prosperidad entre sus miembros. Quizás esta sea la tarea más urgente: la restauración progresiva del sueño europeo, lo que implica un excepcionalismo. En efecto, el modelo europeo de organización internacional ha sido visto con cierta envidia en los continentes americano o africano, caracterizados por proyectos de integración que nunca terminaron de cuajar, pese a sus cuidadas estructuras internas. Será su cohesión interna la que hará que la UE resulte un modelo atractivo para un mundo que parece deslizarse hacia una anarquía de corte hobbesiano y se atisban algunos Leviatanes, de mayor o menor tamaño, deseosos de imponer su hegemonía.

Sigmar Gabriel ha hecho en su discurso una observación a una Gran Bretaña que se encamina resueltamente hacia el Brexit en 2019. Londres no debería esperar demasiado de su relación con Washington. Desde los tiempos de Obama, este vínculo no pasa por sus mejores momentos, por mucho que los discursos se llenen de referencias a Churchill. Gran Bretaña no debería olvidar, aunque esto no lo diga expresamente Gabriel, que EE.UU. no puede ser un sustitutivo de Europa. El político alemán se limita a certificar que Obama calificó a EE.UU. de “nación del Pacífico”, y no había en ello meras consideraciones económicas. De hecho, dentro de pocos años la mayoría de los ciudadanos norteamericanos no serán de origen europeo sino de origen asiático, africano o latinoamericano. Esto influirá indudablemente en los vínculos entre EE.UU., Gran Bretaña y Europa.

Sin excepcionalismo europeo, sin valores europeos, no habrá Europa.


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