Giorgio La Pira, el peregrino de la paz

Giorgio La Pira

En noviembre de 2017 se ha cumplido el 40ºaniversario de la muerte de uno de los alcaldes más extraordinarios de Florencia, Giorgio La Pira (1904-1977), que también fue un acreditado catedrático de Derecho Romano. Su vida y su obra han sido alabadas por el Papa Francisco y actualmente está en proceso de beatificación.

Mucho antes de que se hablara de la cultura del encuentro, La Pira apostó por ella, por salir de sí mismo y de las luchas partidistas para ir al encuentro del otro, del que estaba distante porque militaba en otra formación política o porque era ajeno a su modelo cultural. Este político militante de la Democracia Cristiana se daba perfecta cuenta de que las victorias electorales, con o sin pactos añadidos, eran insuficientes para construir una sociedad cristiana. Salía así al paso a la extendida mentalidad de que había que esperar cambios única y exclusivamente desde el exterior.

Por el contrario, La Pira fue al encuentro del ser humano concreto. Entre 1952 y 1956 convocó en Florencia a alcaldes de diversas ciudades del mundo, por encima de las distinciones entre bloques o regímenes políticos. Si las administraciones locales debían estar al servicio del ciudadano de a pie, de ellas debía de salir el impulso para la construcción de una red de ciudades al servicio de una causa universal: la de la paz amenazada en un tiempo de guerra fría en la que la destrucción del hombre y de su planeta se convertían en una no tan lejana posibilidad.

Giorgio La Pira fue el peregrino de la paz en Moscú, Pekín, Hanói, El Cairo o Jerusalén, particularmente entre las décadas de 1950 y 1970. En este período se estaba pasando lentamente desde las tensiones y las crisis localizadas a la distensión, aunque esto no impedía que La Pira fuera visto como sospechoso de filocomunismo, o al menos de un idealismo ingenuo e inútil. Escribió casi un millar de cartas privadas a los Papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, en las que daba cuenta de sus gestiones. Muchas veces no obtuvo una respuesta explícita, ni tampoco él la esperaba porque tampoco quería comprometer a la Santa Sede, pero en privado los pontífices le animaron a seguir con su tarea.

Como decía el cardenal Benelli, arzobispo de Florencia, en los funerales del exalcalde florentino, al profesor La Pira solo puede entenderse desde la dimensión de la fe. En efecto, las cartas de La Pira, editadas en Italia por el historiador Andrea Riccardi, están llenas de pasajes bíblicos, sobre todo procedentes de Isaías, y en ellos se encuentra un fundamento de una auténtica paz universal. Sin embargo, el reino mesiánico, vislumbrado por La Pira, no era una empresa temporal. Antes bien, estaba convencido de que el mesianismo materialista no tenía ningún futuro. El marxismo ha sido la versión laica de las esperanzas contenidas en el Antiguo Testamento. No es extraño que los interlocutores soviéticos o chinos de La Pira se sintieran interpelados, según él mismo cuenta, con los pasajes de Isaías. Creían encontrar un cierto paralelismo con sus teorías políticas, pero el reino que ellos preconizaban era plenamente de este mundo.

No lo he encontrado expresamente en la vasta producción de Giorgio La Pira, aunque estoy convencido de que el político democristiano, cuestionado en su propio partido, no creía en las victorias completas y definitivas. La Historia ya no podía ser una sucesión triunfante de batallas militares o políticas, de esas que quedan destacadas para siempre en los libros. Las armas nucleares lo cambiaron todo, incluso la tradicional noción de guerra justa. En consecuencia, para buscar la paz no había que tener miedo de hablar con los comunistas. El comunismo no era un bloque monolítico. Sus gobernantes tenían sus prioridades específicas. Eran hijos de una nación y de una cultura determinada.

Sin ir más lejos, el presidente norvietnamita Ho Chi Minh y su primer ministro Van Dong podían recibir de manos de Giorgio La Pira, tras una visita a Hanói en octubre de 1965, sendas reproducciones de una Madonna de Giotto en la que aparece una rama de olivo, símbolo de la paz. No era una provocación y menos todavía una ingenuidad. Se trataba de un gesto de buena voluntad de alguien que desea compartir lo que para él es muy valioso. Por lo demás, la intuición y la sabiduría de La Pira le habían llevado a la conclusión de que Vietnam era la Polonia de Asia, y que podía jugar en el bloque comunista asiático un papel similar al de los comunistas polacos en el bloque europeo. Estas sutilezas no las podían comprender ni el Pentágono ni la Administración Johnson, apegados dogmáticamente a la teoría del dominó para la península de Indochina.

“La tendencia general del mundo es definitivamente hacia la luz, y no hacia las tinieblas”, escribió La Pira tras la visita de Nixon a Pekín en 1972. Esta creencia no podía proceder de un pacifismo voluntarista y acaramelado sino de una vida interior profunda, cimentada en la oración, en la lectura bíblica y en el amor a los pobres, en el sentido más amplio del término: un amor que superaba los límites de la política. Gracias a esta vida interior, Giorgio La Pira sabía ver más allá de los acontecimientos.


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