Referéndum en Hungría: cuando la soberanía solo sirve para decir no

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El referéndum celebrado en Hungría el 2 de octubre de 2016 giraba en torno a esta pregunta: “¿Quiere que la UE pueda decidir, sin el consentimiento del Parlamento, sobre el asentamiento obligatorio de ciudadanos no húngaros en Hungría?” La cuestión era de un no obligado. ¿Quién se atrevería a discutir que el Parlamento es el supremo órgano democrático de un país? ¿Quién se atrevería a cuestionar la soberanía nacional de Hungría representada por su poder legislativo? Sin embargo, responder que no, es cuestionar los propios fundamentos de la UE, pues en ella los Estados soberanos ponen parcelas de su soberanía en común. Pero aquí se busca reafirmar la soberanía nacional frente al proceso de integración europea. Por si fuera poco, las palabras del primer ministro, Viktor Orban, no dejan lugar a dudas: “Solamente los húngaros pueden decidir con quién quieren vivir. Bruselas o Budapest era la pregunta. Y ha ganado Budapest”.
Un profesor húngaro, residente en España, me habló hace algún tiempo de la gran popularidad de Orban en su país y aseguraba que ganaría elección tras elección. Así fue en 2010 y en 2014, y previsiblemente lo sería en 2018. La Unión Cívica Húngara (Fidesz), un partido nacionalista conservador, ha salido victoriosa mientras que la oposición socialdemócrata quedaba muy debilitada, aunque también hemos asistido a una progresiva ascensión de la extrema derecha del Movimiento por una Hungría Mejor (Jobbik). En 2004, año del ingreso en la UE de Hungría y de otros nueve países, en su mayoría, ex comunistas, esta situación habría sido impensable. En aquella época ingresar en la OTAN (Hungría lo hizo en 1999) y en la UE eran símbolos que avalaban el retorno de los países de Europa central y oriental al Occidente al que siempre habían pertenecido. Todos compartirían prosperidad y seguridad común, si bien algunos políticos de Europa occidental no se privaron de decir que los recién llegados eran los caballos de Troya de EEUU para debilitar la construcción europea.
En efecto, el problema que pocos quisieron ver era que los países ex comunistas habían recuperado su plena soberanía en 1989, con la caída del muro de Berlín. Ahora tenían que renunciar a una parte de ella para ponerla en común en el proyecto de una Europa integrada. Su destino ya no estaba ligado al de Rusia y por sí solos no podían constituir ningún tipo de bloque para hacer frente a los desafíos del mundo del siglo XXI. Su única alternativa era Europa, que además ponía a su disposición fondos estructurales para reducir desigualdades y les abría perspectivas para la circulación de personas, mercancías y capitales. Con todo no dejó de ser una ilusión de corte kantiana, un nuevo formato del proyecto de paz perpetua, porque la historia no había muerto por mucho que la mentalidad posmoderna de los europeos occidentales se empeñara en ellos. El pasado, en este caso de Hungría, estaba impregnado de un nacionalismo que un día quiso ser independiente del imperio de Austria para finalmente unirse a él, y que años después se vio duramente castigado por la derrota del imperio de los Habsburgo en la I Guerra Mundial. Quedó una Hungría empequeñecida e irredenta, con muchos de sus ciudadanos encerrados en las fronteras de los países vecinos, y ni siquiera el comunismo pudo acabar con el espíritu nacional, tal y como se demostró en la revuelta popular del otoño de 1956.
Viktor Orban y Fidesz son hijos de esa mentalidad de orgullo nacional, en la que la soberanía suele ejercerse, con bastante frecuencia, con noes rotundos. Hungría es democrática, en contraste con el período comunista, pero su democracia no es necesariamente liberal, como las de Europa occidental, y el primer ministro lo ha reconocido abiertamente. Su visión de Europa está bastante más cerca de un área de libre comercio que de una estructura europea con mayor o menor grado de integración. Como otros países de la región, Budapest no habla de abandonar Europa, aunque quiere una Europa a su medida. Con la soberanía, subyugada por los imperios o los bloques en los últimos siglos, no se juega, y en el imaginario, húngaro o centroeuropeo, Bruselas es casi asimilada al Moscú soviético.
Sin embargo, el titular del diario español El País (3-10-2016) dice lo siguiente: “La baja participación en el referéndum debilita el desafío xenófobo de Orban a la UE”. No estoy de acuerdo con dicha conclusión. El 40% de participación, inferior al 50% necesario, no valida la consulta, pero Orban no se da por enterado, pues más del 98% de los participantes votaron negativamente. Por otro lado, el referéndum no era vinculante, y al no serlo, la mayoría gubernamental bien puede presentar proyectos legislativos en el sentido de la opinión mayoritaria en la consulta. Alguien podría objetar: ¿merece la pena un referéndum sobre inmigración teniendo en cuenta que a Hungría solamente se le habían adjudicado 1200 personas por el sistema de cuotas por países? Tampoco la mayoría de los refugiados aspira a quedarse en Hungría u otros países de su entorno. Saben que no serán bien recibidos. Pese a todo, el referéndum sirve de recordatorio de la supuesta superioridad de la democracia plebiscitaria sobre la representativa. El pueblo habla en la primera directamente y no hay que contrastar las promesas electorales partidistas. Además supone una invitación a organizar otro tipo de consultas que desafíen al fantasma sin rostro de Bruselas, enemigo de la soberanía nacional y poco menos que uno de los principales responsables de la crisis económica. El referéndum se convierte así en una tabla de salvación para los líderes del centro y este de Europa, sin raíces europeístas. En cambio puede ser una maldición para los gobernantes de los países fundadores de la UE, y en este capítulo se puede incluir las diversas elecciones presidenciales y parlamentarias de 2017.
Orban y sus vecinos solamente tienen que limitarse a esperar. Si se imponen en las convocatorias electorales de Europa occidental los euroescepticismos, en forma de populismos o de nacionalismos de diversa índole, se verán reforzados en sus pretensiones soberanistas. Al primer ministro húngaro no le preocupan los porcentajes de participación en la consulta. Únicamente percibe el no, y esto le lleva a decir: “Es por el futuro de nuestros hijos, de nuestro estilo de vida, de nuestras raíces cristianas”. En este discurso, y en el de otros líderes centroeuropeos, los respectivos países se transforman en ciudadelas amenazadas desde el exterior, y esa percepción sirve para reducir a categorías ideológicas, a instrumentos del poder establecido, los respectivos legados histórico-culturales.


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