La «moldavización» de Ucrania

La situación en el este de Ucrania evoluciona hacia uno de esos “conflictos congelados” que surgieron en algunas repúblicas de la antigua URSS a principios de la década de 1990. Un ejemplo bien conocido estaba en Georgia donde se produjo la secesión de las repúblicas de Abjasia y Osetia del Sur, apoyadas por Rusia. Fueron diecisiete años de “conflicto congelado”, con una situación revertida súbitamente a favor de Moscú en una guerra con Georgia de tan solo cinco días en agosto de 2008. Si bien es cierto que el reconocimiento internacional de las dos repúblicas autoproclamadas independientes se limita a Rusia, Nicaragua y Venezuela, las posibilidades de que algún día Georgia recupere su soberanía sobre ambos territorios es francamente remota. Tan remota como la de Ucrania vuelva a ondear su bandera en Crimea y Sebastopol, cuya anexión a Rusia solo reconocen las citadas repúblicas ex georgianas, Bielorrusia y el enclave secesionista armenio de Nagorno Karabaj situado en Arzebaiyán. Los documentos internacionales pueden referirse en infinidad de ocasiones a la integridad territorial de Georgia y Ucrania, pero la política de hechos consumados se ha impuesto sobre cualquier otra consideración. Por lo demás, se podría decir que el conflicto en Ucrania oriental, entre el ejército de Kiev y las milicias prorrusas, evoluciona hacia un estancamiento presente también en latitudes cercanas. La similitud más clara está en Moldavia, donde la república de Transnistria o del Transdniester, con población mayoritariamente rusa, es independiente de facto desde 1992 y más de un millar de soldados rusos están presentes para “mantener la paz” o más bien para evitar que Moldavia, que en otro tiempo perteneciera a Rumania, sienta la tentación de recuperar por la fuerza su soberanía sobre el territorio. Sobre esta interpretación peculiar del mantenimiento de la paz, podemos leer en el art. 8 de la Carta sobre la Seguridad Europa de la OSCE: “En el seno de la OSCE, ningún Estado, grupos de Estados, u organización podrá arrogarse una responsabilidad superior para el mantenimiento de la paz o de la estabilidad en el área de la OSCE, o podrá considerar parte alguna del área de la OSCE como su propia esfera de influencia”.

Algunos análisis políticos escritos, tras el derribo del  MH370, insistían en que este acto criminal perjudicaría la causa de los rebeldes prorrusos en Ucrania y pondría en dificultades a una Rusia que apoya la insurrección. Pero ni la consideración de crimen de guerra ni cualquier tipo de investigación internacional pondrá fin a la rebelión secesionista. Quienes derribaron el avión lo consideran un “error trágico”, una confusión con un avión de transporte ucraniano, como los abatidos en otras ocasiones, y cuya responsabilidad última recae sobre el gobierno de Kiev por haber permitido que una aeronave civil atravesara un espacio aéreo en guerra. Hubo incluso quién pensó que la consecuencia menos mala de este terrible suceso sería un cambio de actitud en Putin, que se mostraría más conciliador tratando de buscar alguna salida al conflicto. El paso del tiempo ha demostrado que eran esperanzas bienintencionadas, pues tanto EEUU como Europa han aprobado nuevas sanciones contra Moscú, y por limitada que pueda ser su eficacia, la respuesta de Putin, que sigue contando con el apoyo mayoritario de su opinión pública, solo podía ser de tonos más agresivos y contundentes. Hay quien dirá que esa respuesta no es “inteligente”, pero es la que muchos en Rusia esperan oír. El nacionalismo ruso y la geopolítica del eurasianismo que lo sustenta, que mira más a Asia que a Europa, no tienen otra lógica que la de seguir presionando sobre Ucrania. La derrota o el desestimiento no existen en su vocabulario. El general Philip Breedlove, comandante supremo aliado en Europa, ha señalado con acierto que Putin utiliza “herramientas del siglo XXI para una ofensiva del siglo XXI”. El engaño estratégico y la ambigüedad calculada son instrumentos para alcanzar objetivos políticos. Puede que algún político ucraniano, o de algún país del este de Europa,  crea que un ingreso acelerado de Ucrania en la OTAN contribuya a desactivar las pretensiones de Moscú. Nada más lejos de la realidad. El ingreso supondría una carrera de obstáculos no superables a corto plazo: modificación de la constitución ucraniana, unanimidad de los 28 miembros de la Alianza con la ratificación de los parlamentos respectivos… Pasaría un tiempo hasta que el estatus de miembro fuera efectivo y luego cabría preguntarse que si las garantías que otorga el tratado de Washington son eficaces ante la situación que se vive en el este de Ucrania. Los arts. 5 y 6 se refieren a un ataque armado y una acción militar. ¿Cómo hay que entenderlo? ¿En el contexto de un conflicto interestatal o intraestatal? Ucrania vive una rebelión interna y no se ha producido una invasión extranjera en el sentido clásico del término. No obstante, en aquel lejano 1949 Francia consiguió que se incluyera en el tratado una referencia a los departamentos franceses de Argelia, aunque a la hora de la verdad, tuvo que afrontar ella sola una batalla contra la insurgencia independentista, a la que venció sobre el terreno para ser finalmente derrotada ante la opinión pública mundial.

Es muy probable que en el este de Ucrania surja otra Transnistria, un protectorado ruso independiente de facto, y cualquier intento de Kiev por revertir la situación por medio de las armas será el pretexto para una implicación directa de Moscú, convencida de que la situación de Georgia se repetirá y solo habrá una tibia reacción de Occidente. Desgraciadamente el destino de Ucrania parece ser el de Moldavia y no el de las neutrales Finlandia, Suecia o Suiza


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