La «finlandización» de Ucrania

La crisis de Ucrania ha dejado de estar en los titulares de los medios informativos y la posibilidad de invasión de tropas rusas por la frontera oriental del país ha disminuido. Pero la situación dista de estar normalizada no solo por la beligerancia de los enclaves secesionistas de Donetsk y Lugansk, que no reconocen la soberanía del gobierno de Kiev, sino también por el hecho de que Moscú no ha renunciado a sus propósitos de evitar que Ucrania quede bajo la influencia occidental. La secesión de Crimea es un hecho elevado a la categoría de gesta nacional de la historia rusa, pero el este de Ucrania no tiene por qué seguir el mismo camino con incorporación a Rusia incluida. Moscú parece haber descartado la intervención de sus tropas. Habrá quien lo achaque a la dificultad de controlar a las milicias prorrusas, aunque el verdadero motivo reside probablemente en la creencia de que los objetivos buscados se pueden alcanzar sin un conflicto armado con grandes probabilidades de estancarse.

 

Es en este contexto de disminución de tensiones donde algunos analistas políticos como David Ignatius vuelven a insistir, con motivo de las elecciones presidenciales ucranianas, en que el camino para la paz y la estabilidad en Ucrania pasa por la finlandización. Así se conoce la opción política que salvó a Finlandia, invadida por los soviéticos en 1940, de convertirse en un satélite comunista. Finlandia quedó al margen de los bloques militares y procuró mantener buenas relaciones con Moscú y Occidente, si bien esto no le sirvió para recuperar la región de Karelia que sigue hoy bajo la soberanía rusa. No gozó esta opción de demasiadas simpatías en Occidente y hay quien la consideró un símbolo de debilidad. Sin embargo, la Historia habría demostrado que la paciencia y prudencias finlandesas se vieron recompensadas. En primer lugar, por la celebración de Conferencia de Cooperación y Seguridad en Europa, donde un documento político, el Acta Final de Helsinki, contribuyó a que el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales alcanzara una importancia primordial en las relaciones entre los bloques, con el efecto de cuartear el aparentemente inexpugnable sistema soviético. En segundo lugar, Finlandia se integraría en la UE en 1995, con lo que la etapa de “finlandización” se podía dar por superada.

 

Una “finlandización” así entendida sería una victoria a largo plazo, pero en el caso de Ucrania no está tan claro que este pueda ser su futuro. Rusia puede ser partidaria de la “finlandización”, aunque los usos diplomáticos le eviten pronunciar ese término, pero la convierte en sinónimo de neutralización. Es una forma de evitar que Ucrania se deslice hacia la órbita occidental, no solo evitando que pertenezca a la OTAN sino también a la UE. Después de todo, el proceso de integración europea siempre ha sido algo ajeno a Moscú, en la época soviética y en la actual, porque supone dotarse de una economía de mercado y de un Estado de Derecho que son extraños a su tradición histórica. Cualquier país, vinculado históricamente a Rusia o a lo que considera su área de influencia y que opte por aproximarse a Europa, se convierte en una amenaza geopolítica para Moscú. Pero tampoco conviene a los rusos la postura de una Ucrania “equilibrada” entre la UE y Rusia, con acuerdos económicos y políticos a la vez con Bruselas y una futura Unión Euroasiática, porque no por ello cesará la competencia entre los dos bloques. No es lo mismo una simple unión aduanera que una relación de cooperación que, por su propia naturaleza, implica cambios económicos, sociales o incluso políticos. Los manifestantes del Maidan en Kiev optan por esta última vía y enarbolan las banderas azules de las doce estrellas, quizás no tanto porque esperen un apoyo incondicional de Europa, sino porque esas banderas representan un espacio de libertad que hasta ahora no han conocido.

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¿Cuál es la última baza de Moscú? Que todo cambie para seguir siendo lo mismo. Que los políticos elevados al poder, tras las presidenciales, sean partidarios del status quo, y que defiendan el “equilibrio” entre Moscú y Bruselas. Petro Poroshenko, el denominado rey del chocolate, encaja en estos esquemas. También lo hacen otros oligarcas del este de Ucrania, como Rinat Akhmetov. Los oligarcas no defienden la ruptura del país. Optar exclusivamente por la carta rusa no entra en sus intereses, pero tampoco entra el hacerlo solo por la carta europea. Esta es su forma de entender la “finlandización” de Ucrania: el mantenimiento del statu quo.


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