La incomprendida política exterior de Rusia

Las relaciones entre Rusia y Occidente en la era Putin están marcadas por el desencuentro y la falta de entendimiento, pese al acercamiento puntual de Washington a Moscú en el conflicto sirio o en las negociaciones sobre el programa nuclear iraní. Estas relaciones de “cooperación fría”, en expresión del secretario general de la OTAN, deben mucho a la percepción de los políticos occidentales sobre Rusia.

Tras el fin de la guerra fría,  la tendencia de EEUU y Europa ha sido considerar a Rusia un país venido a menos, una sombra de lo que fue en la época soviética. Consideraron a Yeltsin como débil e inoperante, pero tampoco vieron con mejores ojos a Vladimir Putin, contemplado un mediocre ex miembro del KGB con grandes apetencias de poder. Rusia es el paradigma de un país en el que ha triunfado el capitalismo de Estado, lo que le restaría el necesario dinamismo económico en un mundo globalizado, y tiene además todas las características de un Estado dual, formalmente democrático y a la vez burocratizado y clientelar. Algunos analistas y políticos occidentales consideran que se ha perdido la oportunidad de transformar a Rusia en algo parecido a la Alemania posterior a la II Guerra Mundial. La República Federal Alemana supo dejar atrás un pasado autoritario para integrarse en las estructuras políticas, económicas y militares de Occidente. ¿Por qué Rusia no hizo lo mismo?

Este planteamiento no deja de ser simplista porque no tiene en cuenta la metahistoria rusa, su trayectoria secular y su geopolítica. De hecho, la popularidad de Putin radica en haber sabido transmitir a sus compatriotas que Rusia está de vuelta en la historia. El historicismo del presidente evoca el legado de Pedro el Grande, cuando modernización no equivalía a occidentalización, y es capaz de revestirse de un presidencialismo al estilo de De Gaulle con consignas de nacionalismo y democracia, con el matiz de que la democracia rusa es “soberana” antes que liberal. Si por democracia hay que entender el gobierno de la mayoría, Putin está convencido de que la mayoría de los ciudadanos quieren el retorno de Rusia como gran potencia.

El concepto de gran potencia asume inevitablemente las glorias del pasado, con independencia de los regímenes políticos. De ahí que en una Rusia nacionalista no quepa plantearse el derribo de las estatuas de Stalin. Sobre este particular, Putin recordaba hace algún tiempo que los ingleses tampoco derribarían las estatuas de Cromwell. Pero los críticos occidentales poco entienden de nacionalismos. Si así fuera no deberían de sorprenderse si algunos opositores destacados como Aleksei Navalny hacen también profesión de fe nacionalista, lo que no es incompatible con discrepar con el gobierno de Putin.

Con todo, suele afirmarse que Putin ha tratado de mejorar su imagen, en vísperas de la celebración de los juegos de Sochi, con medidas de gracia como la liberación del oligarca, Mijail Jodorkovsky, o de dos de las componentes del grupo punk Pussy Riot. Esas decisiones del presidente no permiten, sin embargo, atisbar ningún cambio de actitud en la naturaleza del régimen nacionalista ruso. Pese a los llamamientos previos de los gobiernos occidentales para la puesta en libertad de estos y otros detenidos, no es a la insistencia de los mandatarios extranjeros a la que deberían su liberación.  Quizás no sea casual que estas medidas lleguen tras tres grandes éxitos en política exterior de Putin: el asilo concedido a Edward Snowden, el acuerdo con EEUU sobre Siria para el control de las armas químicas de Asad y el rechazo del gobierno ucraniano a la firma de un acuerdo de asociación con la UE.

El Putin que ha sabido aprovechar las debilidades de sus adversarios americanos y europeos, pudo mostrar su lado magnánimo, algo más parecido al perdón de un zar que al reconocimiento de una arbitrariedad cometida. En cualquier caso, los éxitos de su diplomacia han pretendido demostrar, sobre todo a la opinión pública internacional, que Rusia es mucho más que una gran potencia económica, cimentada sobre el petróleo y el gas. La política exterior rusa está muy marcada por el peso de la tradición histórica. Su núcleo gira en torno a una autoridad suprema que se considera como la más capacitada para tomar decisiones. Sin embargo, un destacado analista político ruso, Fyodor Lukyanov, editor de Russia in Global Affairs, ha subrayado que esto no es suficiente para que un país adquiera el rango de superpotencia. En un mundo globalizado la política exterior está llamada a tener en cuenta los intereses de los diversos sectores de la sociedad. A este respecto, Lukyanov no tiene reparos en preguntarse si los pensionistas presentes y futuros estarán de acuerdo en las sumas dispensadas para salvar al presidente ucraniano Viktor Yanukovich y a otros aliados del Kremlin,  si los musulmanes suníes, mayoritarios en Rusia, entenderán el apoyo prestado al alauí Bachar al Asad, o si los habitantes de las grandes ciudades del país estarán conformes con la afluencia de inmigrantes centroasiáticos que puede conllevar el proyecto de Unión Euroasiática.  Estos y otros factores domésticos no influyen demasiado en la política exterior actual, pero acabarán teniendo su peso en el futuro.

 


Comments are closed.