Ucrania y el fantasma de Occidente

El presidente ucraniano, Víctor Yanukovich pareció demostrar al inicio de su mandato en 2010 que no iba a ser el dócil amigo de los rusos que todos esperaban. Sin dejar de consolidar su poder en Ucrania frente a una oposición dividida, el presidente quiso apostar por una política de equilibrio entre Europa y Rusia, algo que no tuvo continuidad por su rechazo a firmar el acuerdo de asociación con la UE. El equilibrio es la opción más inteligente porque existen dos Ucranias: la occidental, que en el período de entreguerras formó parte de Polonia, y la oriental, la de la minería del carbón y la siderurgia que tiene una cierta nostalgia del pasado soviético. No es casual que el nombre de Ucrania signifique frontera, pues es el límite entre dos mundos. No es, sin duda, entre Europa y Asia, sino entre Europa y Rusia, un inmenso país que en los dos últimos siglos se ha debatido en una continua lucha entre sus almas eslava y occidental. Si todavía nos seguimos preguntando si Rusia es Europa, también nos interrogaremos si lo es Ucrania. Se explica que Samuel Huntington, bien conocido por su teoría del conflicto de civilizaciones, abogara hace veinte años, con la independencia del país recién estrenada, por dividir el país entre Polonia y Rusia. Es dudoso que eso suceda, pues la conciencia nacional de Ucrania, pese a la línea de fractura existente, ha ido creciendo con el paso de los años. Está sucediendo lo mismo que con la Italia del Risorgimento: primero se hizo el país, y luego, los italianos.

Hay que coincidir con las afirmaciones de Zbigniew Brzezinski, el estratega americano de origen polaco y ex consejero de seguridad nacional de Carter, en el Financial Times (11-12-2013). Afirma que en dos décadas se ha ido asentando una identidad nacional ucraniana que la acerca a Europa, sin que esto tenga que significar necesariamente una hostilidad hacia Rusia. Es un ejemplo de lo que Brzezinski llama el “despertar político global”, la ola de nacionalismo que sacude el mundo de hoy, y que puede tener expresiones moderadas o violentas. Es cierto que un país puede depender económicamente del gran hermano ruso, aunque eso no significa que se apague su fervor nacionalista, alimentado mucho antes de la desintegración de la URSS. Esto vale para todas las repúblicas ex soviéticas, incluso para la Bielorrusia de Lukashenko, que ha tenido sus discrepancias, mayores o menores, con Moscú, pese a todos los intentos de unión política y económica, bien diseñados sobre el papel.

El nacionalismo puede servirse de diversos instrumentos para enfrentarse a un poderoso adversario, en este caso el gigante ruso. La UE, pese a sus aspiraciones integradoras y reguladoras, es para los manifestantes ucranianos un instrumento de autoafirmación frente a Moscú. Entre los manifestantes de Kiev se veía gente joven enarbolando banderas europeas o con los rostros pintados con los colores de la enseña de la UE. A decir verdad, no pueden hacerse ilusiones sobre una futura pertenencia de Ucrania a la Unión, pero al menos esos símbolos representan los valores democráticos que no encuentran en su país. Quieren que Ucrania sea un Estado fuerte, y no el típico Estado tapón de la geopolítica.

Lo que no es tan seguro es lo que nos responderían algunos de esos manifestantes si les preguntáramos si se sienten parte de Occidente, pues no quieren estar en la órbita de Rusia. En 2004, cuando se desencadenó la revolución naranja que llevó al poder a Viktor Yuschenko y Yulia Timoshenko, líderes efímeros que se devorarían entre sí, los manifestantes querían un país libre de la corrupción y de las penurias económicas. Pensaban en Occidente, en EEUU, donde habían tenido el apoyo de presidentes como Clinton y Bush, y algunos soñaban con una integración a medio plazo en la OTAN, siguiendo el ejemplo de los países bálticos. Mayor era el número, sin embargo, de partidarios de la integración en la UE. Uno de sus miembros, Polonia, consideraba la vinculación de Ucrania a Europa como una de sus prioridades estratégicas. Quedan muy pocas de esas ilusiones en las calles de Kiev.

En cambio, en 2013 Europa no despierta ilusiones, por su estancamiento económico y sus tensiones políticas internas con el auge del nacionalismo y de la xenofobia. Países como Rusia y China pretenden arrebatarle el título de modelo para el resto del mundo, al querer demostrar que la prosperidad económica no tiene que ir asociada a la democracia occidental. Ya no es la lucha entre el capitalismo y el comunismo, sino entre el capitalismo democrático y el capitalismo de Estado. ¿Y qué decir de EEUU? Clinton apoyó la entrada de Ucrania en la OTAN, y Bush dio su respaldo a la revolución naranja. En contraste, Obama no se ha pronunciado abiertamente sobre las protestas en Ucrania. ¿Esa prudencia verbal está relacionada con los acuerdos alcanzados con Moscú respecto a Siria e Irán?

Andrew Wood, ex embajador británico en Moscú, se ha referido al “fantasma” de Occidente que a Rusia le gusta agitar cuando ve sus intereses amenazados. Pero más allá de las teorías conspiratorias, Occidente puede ser un concepto fantasma para la oposición ucraniana. ¿Dónde está Occidente? ¿En una Unión Europea, a la que no le entusiasman las ampliaciones y algunos de cuyos miembros tienen relaciones bilaterales privilegiadas con Rusia? ¿En unos EEUU que aumentan cada día más su interés por Asia y el Pacífico?

 


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