Putin, el tentador

La crisis en Siria ha dado un giro inesperado y Putin ha conseguido que Obama acepte el control internacional del arsenal químico de Asad. Putin ha realizado una jugada maestra digna de un consumado ajedrecista y se permite incluso aconsejar a Washington que abandone el excepcionalismo americano en política exterior y sea una potencia como las demás.

El artículo publicado por Vladimir Putin en el New York Times el pasado 11 de septiembre se caracteriza por su estilo franco y directo. Según el líder del Kremlin, las relaciones ruso-americanas pasan por un problema de comunicación. De ahí que el artículo se plantee como una carta abierta al pueblo americano recordando, para empezar, un tiempo en que ambos países fueron aliados en la II Guerra Mundial y estuvieron entre los fundadores de las Naciones Unidas,  organización pensada para prevenir una nueva guerra. Sin embargo, Putin no evoca tanto los principios que conforman la ONU sino el pragmatismo que unió a las grandes potencias del momento, y que debe seguir siendo, según se deduce de las expresiones del dirigente del Kremlin, el motor de las relaciones actuales. Del pragmatismo nació el derecho de veto de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad, que para Putin es un factor de estabilidad en las relaciones internacionales. Fuera del Consejo no hay legalidad internacional, y este órgano sería el árbitro de la guerra y la paz, el único que impide que la ONU corra el mismo destino que la Sociedad de Naciones. Si se busca la estabilidad por encima de todo, el principio más importante del Derecho Internacional será el de la soberanía de los Estados y la no injerencia en sus asuntos internos. Atentar contra ese principio, aunque se aduzcan razones morales y humanitarias, sólo multiplicará los riesgos de guerra. Dicho de otro modo,  un ataque americano contra el régimen sirio supondría inflamar Oriente Medio con peligrosos efectos en el Líbano, el conflicto palestino-israelí, Irán o el Golfo Pérsico, sin olvidar la amenaza de un terrorismo que alcanza dimensiones globales.

Putin trata de convencer a EEUU, y no es la primera vez que Rusia lo hace, de que el final del régimen de Asad sólo traerá un régimen islamista radical a Siria, y no la democracia. En nombre de la estabilidad, es mejor conservar a Asad, porque los combatientes extranjeros de los grupos radicales que luchan contra él son una amenaza para cualquiera de las grandes potencias del Consejo de Seguridad. Asad, o al menos su régimen, o el caos como fatal alternativa. Ni una sola referencia en el artículo a la masacre de civiles con armas químicas del pasado 21 de agosto ni tan siquiera para atribuirla a la oposición armada como han hecho algunos medios de comunicación rusos. Putin aparece una vez más como un firme defensor del pragmatismo, del “cada uno en su casa” para conseguir la paz. Es el Derecho Internacional clásico, propio del siglo XIX, el que impera en su tesis, y no un Derecho Internacional contemporáneo que pone el énfasis en el individuo, y no solamente en el Estado, como uno de los protagonistas de las relaciones internacionales.

Pero Putin no sólo se conforma con recordar a los americanos sus fracasos en Irak y Afganistán sino que arremete contra el excepcionalismo americano, que tantos presidentes defendieran en el pasado. EEUU es una nación excepcional, conforme a la filosofía de sus padres fundadores, que debe promover la causa de la libertad en todo el mundo. En cambio, el presidente ruso no considera a EEUU como una nación indispensable porque defiende la igualdad de los Estados en el sistema internacional. Es una igualdad que admite toda clase de regímenes y de políticas, no necesariamente democráticas. No otra cosa es la Asamblea General de la ONU,  apoteosis del soberanismo, aunque no de la democracia, sobre todo si por democracia algunos países entienden cosas diferentes. En los últimos años se ha hablado, por ejemplo, de la “democracia soberana” rusa.

Podría decirse que el artículo de Putin es una invitación a EEUU a dejar de considerarse una nación elegida y a sentarse en pie de igualdad en un futuro concierto de potencias, muy del estilo del concierto europeo del siglo XIX.  El presidente ruso parece asumir el papel de un Mefistóteles de la política que tienta al Fausto Obama. Te daré la estabilidad si abandonas el excepcionalismo. Te irá mejor, y se reflejará en la economía y en el aprecio de una opinión pública cansada de conflictos exteriores, si dejas de lado todo mesianismo democrático. Putin y Mefistóteles se parecen en que son maestros de la ambigüedad. Fausto no comprendería ni sus tentaciones ni las palabras que los dos emplean. De hecho, no entiende que Mefistóteles se presente como “una parte de aquella fuerza que quiere el mal y hace el bien”. Tampoco entendería la astucia de Putin que ha dañado la credibilidad de Obama.


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