La inacción americana en Siria

La trágica situación de estancamiento del conflicto en Siria es un ejemplo de la complejidad de la escena internacional. Durante la guerra fría, con un mundo reducido a la engañosa distinción entre gobiernos pro-americanos y pro-soviéticos, podía haber tenido lugar un conflicto de interposición en el que los aliados respectivos se hubieran combatido sin que las superpotencias intervinieran directamente. En la década de 1990, con una Rusia debilitada tras la caída de la URSS y una China no demasiado activa en los asuntos internacionales, una “operación quirúrgica” aérea al estilo de las guerras del Golfo y los Balcanes,  legitimada con una resolución del Consejo de Seguridad, podría haber dado sus frutos. Sin embargo, después de las invasiones de Afganistán e Irak, en las que fue más fácil ganar la guerra que la paz, el miedo a los costes económicos y psicológicos de una intervención militar pesa sobre la política exterior de EEUU.

Washington se enfrenta hoy al siguiente dilema: no puede abdicar de su rango de superpotencia y desinhibirse de la situación en Siria, Irán, Afganistán o Corea del Norte, por no mencionar el punto muerto de las negociaciones entre israelíes y palestinos, pero al mismo tiempo, tal y como reconoce Robert D. Kaplan, un defensor del realismo en las relaciones internacionales, sabe que las posibilidades de éxito en la búsqueda de soluciones estables son muy escasas. No obstante, EEUU se lanza a un obligado frenesí diplomático, que empezó Hillary Clinton y ahora continúa John Kerry, sin olvidar los recientes viajes de Obama al sureste asiático y Oriente Medio. Sigue la máxima de Talleyrand de negociar con todos y en todas partes, porque si no lo hiciera, la opinión pública y los medios de comunicación le reprocharían su inactividad. El método empleado en las giras diplomáticas consiste en hacer cuadrar dos cosas aparentemente contradictorias: intentar tranquilizar a los aliados en el sentido de que EEUU será fiel a sus compromisos y tratar de buscar puntos de interés común con los adversarios para hacer posible una mínima cooperación. Esto tiene el riesgo de despertar recelos entre los aliados y llevar incluso a que éstos puedan plantar cara a los americanos. Por ejemplo, ¿ha conseguido la Administración Obama ejercer algún tipo de influencia sobre el gobierno de Netanyahu para desbloquear la cuestión palestina? Pese a todo, se ha calificado de éxito del viaje de Obama a la reconciliación turco-israelí, aunque probablemente ésta no se hubiera producido sin el agravamiento de la situación en Siria y sin las dificultades internas de Netayanhu. Hay que reconocer que no estamos en los tiempos de la diplomacia de Kissinger. El mundo de hoy es más complejo y en algunos casos, pese a la constelación de organizaciones y foros internacionales, tiende hacia una cierta anarquía. Los políticos no lo querrán reconocer, pero el bilateralismo está ganando posiciones a costa del universalismo, del mismo modo que en el período de entreguerras el sistema de seguridad europeo, adoptado en Locarno, se construyó al margen de la Sociedad de Naciones, aunque en los acuerdos firmados aparecieran las obligadas referencias a la organización universal.

Las limitaciones de la política exterior americana resaltan en el tratamiento de la crisis siria, pues se parte del principio de evitar una intervención armada en la que no está garantizado el éxito final, tal y como sucedió en Afganistán e Irak, y que puede provocar una internacionalización del conflicto con la participación abierta de Irán, principal aliado del régimen de Asad, la hostilidad abierta de una Rusia que no quiere perder su esfera de influencia en Siria, y los temores de un Israel amenazado en sus fronteras. De ahí que se haya adoptado la táctica del “esperar y ver”, válida si algún grupo de oposición, no hostil a los intereses americanos y convenientemente armado, hubiera podido imponerse en la contienda. Pero aunque esto fuera así, no hay garantías de que en la Siria posterior a Asad no hubiera nuevos enfrentamientos y siempre quedaría la incertidumbre sobre los propósitos de Irán para no perder posiciones en la región.

Con o sin Asad, Siria es un quebradero de cabeza para Washington, y pensar que la diplomacia europea pueda aportar más valor añadido a la solución de la crisis, no deja de ser una ingenuidad. Tenemos reciente el caso de la revuelta islamista en Malí, donde la mayoría de los países europeos, con la excepción de Francia y algunos otros, no parece tomarse demasiado en serio lo de que el Sahel es el patio trasero de Europa. Para hablar de Siria, John Kerry viajó a Moscú, no a Bruselas, y de allí salió la propuesta, nada novedosa, de reunir una conferencia internacional en Ginebra en la que participaran representantes del gobierno y de la oposición. Pero la pregunta clave, tal y como dijo un portavoz ruso, es: “¿De qué oposición?»


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