Bergoglio: El poder como servicio

Cada 25 de mayo, con motivo del Tedeum en el aniversario de la independencia, era muy esperada en Buenos Aires la homilía del cardenal Bergoglio, sin pelos en la lengua para descalificar determinados comportamientos políticos y actitudes sociales. Esto explicaría que el matrimonio Kirchner se sintiera aludido e interpretara el exigente mensaje de Bergoglio como una descalificación implícita de su poder. De ahí que los dos últimos presidentes no siempre acudieran a la celebración de la catedral, y el propio Néstor Kirchner calificó al cardenal de “jefe espiritual de la oposición política”. A pocos escapa el hecho de que un gobierno populista puede suscribir, en teoría, las críticas de Bergoglio a la injusticia social, pero ese mismo gobierno, y su aparato mediático, no puede aceptar que el ahora Papa condenara por igual el terrorismo de Estado de los militares y el de la guerrilla de los montoneros. Esta equiparación no forma parte del discurso oficial. En las informaciones sobre Argentina, se resaltan unos aspectos más que otros, tanto del pasado como del presente, pero la realidad es que todavía persiste en la sociedad y la política un muro de odio. ¿Logrará derribarlo el Papa Francisco?

Las homilías del Tedeum en la catedral tienen un denominador común, ya se pronunciaran en presencia de De la Rúa, Duhalde o los Kirchner, y consiste en la convicción de que el poder sólo tiene sentido si se pone al servicio del bien común. De hecho, en la homilía de la misa de entronización, el Papa Francisco ha vuelto a recordar que “el verdadero poder es el servicio”. Desde esta perspectiva, las críticas de monseñor Bergoglio en el Tedeum nunca han supuesto una descalificación de la política, que muchos verían justificada por la turbulenta y desesperanzada historia de Argentina, un país de grandes expectativas a principios del siglo XX y que, sin embargo, como si de un hijo pródigo se tratara, pareció derrochar su capital político, económico y humano. Se han dilapidado los recursos y las ilusiones de un país edificado por el trabajo de los inmigrantes, pero que no ha llegado a tener una trayectoria histórica similar a la que tuvieron países como EEUU, Canadá o Australia, construidos también con el esfuerzo de gentes llegadas de todos los continentes. Salvando las distancias, el mensaje de monseñor Bergoglio a los políticos argentinos puede recordar al dirigido por el cardenal Glemp a las autoridades comunistas polacas en la década de 1980: no es tan necesario el cambio de personas como el cambio de mentalidades. Bergoglio criticó, ante todo, la división de la sociedad argentina, muchas veces espoleada por sus políticos en beneficio partidista. Las luchas internas sólo han servido para dar la espalda a los grandes problemas de un país, y la historia reciente se ha sustentado en las lealtades equívocas, denunciadas por el cardenal en el Tedeum de 2001. No los mencionaba explícitamente, pero los ejemplos de caudillismos y clanes están en la memoria de cualquier historiador o simple espectador de la política. ¿Cómo se explica su existencia y persistencia en Argentina? Por la “locura”, así la llamó en Bergoglio en el Tedeum de 2012, del poder como ideología única, y decididamente asoció a esa “locura” a otra: la del relativismo moral. Ese término, por cierto, será empleado a menudo por el Papa Francisco, al igual que Benedicto XVI, pues en el país del fin del mundo, sobre todo en los ambientes de gente sencilla en los que se ha movido el nuevo Papa, hay bastantes personas con convicciones profundas que no aceptan el “todo vale” que ha echado raíces en tierras europeas. A este respecto, Bergoglio decía que el relativismo moral en nada difiere del “cállese” o “no te metas”. Por tanto, es muy posible que el Papa argentino sea tan incomprendido en Europa como el Papa polaco, llegado también de un país lejano.

Monseñor Bergoglio dio muestras de conocer en el Tedeum del año pasado la psicología de algunos detentadores del poder, aquellos que no aman “de corazón y de espíritu”: son los que se arrastran pesadamente entre sus especulaciones y miedos, los que se sienten perseguidos y amenazados, los que necesitan reforzar su poder sin parar ni medir las consecuencias. Aquí se resalta una paradoja muy real a lo largo de la Historia: los poderosos tienen miedo, miedo de perder aquello que han perseguido y alcanzado a toda costa. El cristianismo tiene sobrada experiencia de esta reacción, ya experimentada cuando los Magos se presentan en Jerusalén preguntando por el Rey de los judíos recién nacido: “Al enterarse, el rey Herodes se sobresaltó, y todo Jerusalén con él” (Mt 2, 3).

Pese a todo, Bergoglio no cayó en el recurso fácil de descalificar en bloque la política. Se limitó a recordar que debe estar al servicio del bien común, al servicio de los representados. Recordemos sus incisivas palabras: “Una política sin mística para los demás, sin pasión por el bien, termina siendo un racionalismo de la negociación o un devorarlo todo para permanecer por el solo goce del poder. Aquí no hay ética posible simplemente porque el otro no despierta interés”.


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