¿Repliegue de Oriente Medio?

Incluso antes de que empezara el segundo mandato de Obama, un tema recurrente para los analistas internacionales ha sido el preguntarse si EEUU está iniciando un repliegue de Oriente Medio. Siempre se nos ha asegurado que los intereses energéticos son la clave de la importancia estratégica que da Washington a la región, marcada históricamente por la alianza americano-saudí iniciada por Roosevelt en 1945, pero también se nos está repitiendo de continuo que la Administración Obama sigue adelante en su objetivo de reducir su dependencia energética. Expertos energéticos como Philiph Verleger pronostican que hacia 2023 EEUU habrá alcanzado la independencia en materia de energía para convertirse en la década siguiente en exportador de crudo, y también se nos recuerdan los abundantes yacimientos de gas natural hallados en territorio nacional y el que la producción petrolífera americana haya crecido un 11%, una cifra no conocida en los últimos quince años, gracias a las prospecciones en el Golfo de México, sin olvidar los proyectos gubernamentales de apostar por las energías alternativas. Pero estas cifras y expectativas  no son un argumento suficiente para afirmar que Oriente Medio esté perdiendo peso en la visión estratégica de EEUU. No deja de ser una afirmación simple en la que las consecuencias se extraen de modo mecánico a partir de un enfoque economicista.

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Suponiendo que Washington redujera su dependencia, no por ello la región perdería su importancia energética global. Hacia 2030 el 50% de la producción mundial de petróleo estará en manos de los países de la OPEP, situados en su mayor parte en Oriente Medio, y todo indica que la dependencia de Europa, China, India o Japón estará lejos de haberse reducido. En consecuencia, los acontecimientos que sucedan en la zona repercutirán inexorablemente en dichos países, y algunos de ellos están en Asia, que es el escenario geopolítico por el que EEUU estaría apostando tras su supuesto repliegue de Oriente Medio. Tampoco podemos olvidar la importancia de dos aliados de Washington en la región, Turquía e Israel, mucho mayor que la que pudieran tener las autocracias derribadas o amenazadas por la Primavera Árabe. Por lo demás, difundir la creencia del repliegue contribuye a afianzar las aspiraciones de Irán de ser la potencia dominante en la zona, con la consiguiente inquietud para las monarquías petroleras del Golfo, tradicionales aliadas de Washington. El vacío que dejaran los americanos sería llenado muy pronto por China, la potencia mundial ávida de energía, con lo cual se demuestra que es irreal circunscribir las rivalidades entre Washington y Pekín a la cuenca del Pacífico. ¿Y cómo olvidar la dependencia energética de todos los aliados asiáticos de EEUU, utilizados como contrapeso frente a la ascensión de China? Los americanos seguirán teniendo interés en mantener la seguridad de las rutas de aprovisionamiento con Asia, lo que resulta compatible con la preponderancia del poder naval y aéreo en el  enfoque estratégico de la Administración Obama.

No se puede hablar de repliegue, pero sí de  un distanciamiento calculado, de un cierto interés por mantener el statu quo, lo que está en las antípodas del designio estratégico de Bush que buscaba alterarlo con el derrocamiento de Sadam Hussein, del que se derivarían beneficios como la democratización del mundo árabe o la salida al conflicto palestino-israelí. El statu quo, calificado de insostenible hace una década y que todavía era criticado por Obama en mayo de 2011, parece ser la única perspectiva en una región en que las situaciones políticas son frágiles, tal y como demuestran los acontecimientos posteriores a la Primavera Árabe. Esto explica que el habitual dogma político de que la estabilidad de todo el Oriente Medio pasa por la paz en Palestina resulte menos creíble ahora que antes. Si realmente fuera así, la primera prioridad de la política exterior americana sería patrocinar un arreglo, como en la presidencia de Clinton. Pero ni siquiera Obama ha podido presumir de ideas creíbles para alcanzar un acuerdo, y algunas de sus declaraciones sólo sirvieron para exasperar a Israel. Tampoco ha conseguido evitar que los israelíes detengan los asentamientos en  Cisjordania y Jerusalén, y menos aún persuadir a los palestinos a ofrecer las garantías exigidas por Israel en unas negociaciones. No cabe hacerse demasiadas ilusiones sobre los resultados tangibles del próximo viaje del presidente americano a Israel, los territorios palestinos y Jordania que empieza el próximo 20 de marzo. En realidad,  tanto en el lado palestino como en el israelí, por razones de consumo político interno, no se perciben demasiados entusiasmos para alcanzar ningún tipo de acuerdo, lo que puede originar esporádicas situaciones de violencia incendiaria que la mayoría de los actores regionales ven con inquietud. En cualquier caso, el principal problema del Oriente medio actual son los conflictos entre árabes y árabes, bien sean chiíes o suníes, laicos o islamistas, islamistas moderados o radicales. Ninguno de ellos parece merecer el despliegue de tropas americanas sobre el terreno.

 


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