Quo Vadis, Britannia

 

En diciembre de 1962, medio siglo antes de que David Cameron pronunciara su esperado discurso sobre la UE, un ex secretario de Estado americano, Dean Acheson, hacía una intervención en la academia militar de West Point, en la que acuñó la expresión de que Gran Bretaña había quería mantenerse aparte de Europa, consolidar una relación especial con EE UU y jugar un papel destacado como líder de la Commonwealth. El primer ministro, el conservador Harold Macmillan, sacó a relucir el orgullo patriótico y señaló que Acheson se equivocaba con Gran Bretaña, al igual que Felipe II, Luis XIV, Napoleón, el Kaiser y Hitler. Recordó que ninguno de ellos había conseguido doblegar a su país, pero esto no era lo que Acheson planteaba, pues sólo se limitaba a preguntar “Quo vadis, Britannia?”. Si los británicos rechazaban a Europa, no podían engañarse con que encontrarían una vía de escape en la Commonwealth, una organización, a decir de Acheson, sin estructura política, unidad o empuje. Pero tampoco deberían confiar en la consistencia de la relación especial angloamericana, que tanto defendiera Churchill, y Acheson recordó de manera cruda la conocida sentencia de Lord Palmerston: las naciones no tienen ni amigos ni enemigos eternos, pues lo único eterno son sus intereses.

Las observaciones de Acheson vuelven a ser de actualidad tras el discurso de Cameron. ¿Pasa el futuro del Reino Unido por un reforzamiento de la relación especial con EE UU, que empieza a verse a sí misma como una potencia del Pacífico, o por quedarse de perfil en una Europa que representa más de la mitad de sus exportaciones? Cameron ha sido capaz de recordar las enseñanzas de la historia reciente de Europa, desde la II Guerra Mundial a la caída del Muro de Berlín, o la evolución de las relaciones del Reino Unido con el continente, indispensables para su seguridad y estabilidad. Cameron se sigue identificando con Europa, pero la reduce a un mercado único. Las carencias de ese mercado en los sectores de los servicios, la energía o las telecomunicaciones son lo único que parece preocupar al premier británico.

Su perspectiva es la del librecambio global, en la que la palabra mágica es competitividad, y que está reñido con las reglamentaciones que ralentizan el crecimiento económico. Incluso las instituciones europeas son percibidas como un obstáculo en la carrera en que compiten las economías mundiales. No hay ni rastro en el discurso del “conservadurismo compasivo” atribuido a Cameron, más propicio a identificarse con el Estado benefactor de Disraeli que con el liberalismo manchesteriano de Margaret Thatcher. Pero es comprensible porque el tema abordado es Europa, un oportuno chivo expiatorio para todo tipo de nacionalismos, y el británico no es una excepción. En consecuencia, “la unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”, conforme al art.3 del Tratado de Lisboa, es asimilada a la relación entre los individuos de las diversas naciones, pues no existe un pueblo europeo, y la integración se reduce a una extensa área de libre de comercio.

Sin embargo, el discurso de Cameron no alcanzará la categoría de histórico, como el de Thatcher en Brujas en 1988, en la época en que conseguía hacer valer la excepcionalidad británica en Europa. No será memorable porque responde a cálculos electorales. El premier es consciente de que la mayoría del electorado británico ha adoptado tesis euroescépticas y no quiere quedarse descolgado de la cita electoral de 2015, en la que los conservadores necesitan recuperar la mayoría absoluta. La promesa de un referéndum es una oportunidad de ganar votos, aunque la consulta está condenada a la ambigüedad desde el momento en el que no se plantea con el propósito de abandonar o de continuar en la UE. Sería sólo para renegociar el estatus del Reino Unido en la UE en consonancia con los intereses nacionales.

Supongamos que el referéndum llegara a celebrarse con un resultado favorable a la renegociación. El éxito de la misma no estaría garantizado al depender de la respuesta de los otros miembros de la UE. Cameron parece convencido de que Europa necesita el valor añadido del Reino Unido, aunque este se reduzca al mercado único o a determinadas iniciativas en la diplomacia común, pero ni aun así sus socios europeos accederán a todas sus peticiones. ¿Para qué habrá servido, entonces, el referéndum?

Con todo, a Cameron le queda la opción de defender una reforma de los tratados, en la que pueda colar gran parte de las pretensiones británicas, pero la actual crisis hace pensar que nadie desea grandes reformas, sino más bien minitratados, que puedan ser aprobados rápidamente, sobre la unión fiscal y bancaria, cuestiones que no interesan a un Reino Unido ausente de la zona euro.


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